domingo, 28 de diciembre de 2008

Lugares comunes

Óscar Prados Sillero

Hay compositores cuyo máximo temor es el de plagiarse a sí mismos. Entre esa postura y la de los que no tienen inconveniente en escribir (casi reescribir) sin preocuparse de disimular el olor a aceite usado que desprende su música, hay infinidad de gradaciones. Muchas de las recurrencias son conscientes y deliberadas, tan sólo se espera que pasen inadvertidas, o, simplemente, no se les da importancia. Sin embargo, no todos los pasajes que un compositor escribe y que parecen calcados de una obra anterior son fruto de una intencionalidad más o menos encubierta, sino que con frecuencia son “sugeridos” por alguno de los marcos sustentadores en los que se desenvuelve la música. Uno de estos marcos, por ejemplo, es el texto, si lo hay. Compárese la semejanza rítmica de estos extractos:




El texto es un parámetro capaz de ofrecer soluciones a todos los compositores en su conjunto, dada la universalidad del lenguaje (o al menos la del texto de la misa), especialmente en lo que se refiere al ritmo (1). Pero esto es una excepción, pues la mayoría de los parámetros sólo ejercen una influencia sobre cada compositor en particular. Del contacto entre el compositor como individuo aislado y la materia propia de su labor surge el mundo al que él pretende dar forma. Por ejemplo, aunque la instrumentación proporcione puntos de encuentro extendidos a toda la comunidad musical (como el pianístico bajo de Alberti, exportado después al cuarteto de cuerda y a la orquesta), es un aspecto muy personal de la escritura. Preferimos decir que el universo “surge”, porque que el autor no es dueño de todo lo que compone su obra, sino que, en mayor o menor medida, tiene que dialogar con la materia que es objeto de su arte. E igual que no podemos librarnos con facilidad de expresiones que repetimos constantemente al hablar, o, en un nivel superior, de determinadas construcciones gramaticales cuando escribimos, es normal que al componer no podamos evitar que nos vengan a la cabeza respuestas aprendidas sin quererlo, resortes escondidos que se activan por obra del oculto mecanismo de nuestra mente. Y es que no todo lo que se plasma en el papel pautado nace de una reflexión sesuda.

El asunto está más claro cuando hablamos de improvisación. ¿Cuántas horas necesita un improvisador para interiorizar los patrones melódicos y armónicos que luego empleará durante un concierto? Siempre se dice que improvisar es componer en el instante. ¿Por qué no podemos afirmar que componer es improvisar en un instante dilatado? ¿Acaso el componer lo coloca a uno fuera del alcance de las respuestas automatizadas?

En este artículo analizaremos el papel de las tonalidades como generadoras de recurrencias. Dejaremos a un lado el problema de la caracterización de las tonalidades (la controvertida teoría según la cual ciertos tonos servirían para expresar ciertos estados de ánimo), para ocuparnos únicamente de las posibles implicaciones formales de la elección de la tonalidad. En resumen, juzgaremos si una tonalidad determinada puede conducir a un compositor por determinados caminos, distintos a los que sugeriría otra. ¿Podemos incluir a la tonalidad entre los parámetros capaces de provocar lo que denominaremos “lugares comunes”? Si es así, ¿cuál es su grado de influencia?


Algunas consideraciones acerca de la tonalidad

Una tonalidad es, a fin de cuentas, un terreno sobre el que se despliega la música. Con la adopción del temperamento igual, aumentó el número de tonos disponibles, y los músicos tuvieron que aprender a manejarse en aquellos que hasta entonces habían sido impracticables a causa de cuestiones relativas a la afinación que no describiremos aquí.

El dominio del teclado fue hasta hace bien poco parte indispensable de la formación del compositor, y ello, unido a la propia lógica de la enseñanza, hace que, aún hoy, la tonalidad de Do mayor sea el punto de partida desde el cual muchos músicos hacen crecer su sistema tonal, “conquistando” las demás tonalidades. Salvo que uno se proponga conscientemente lo contrario, se pasa más tiempo tocando (y pensando) en Do mayor o re menor que en Fa sostenido mayor o sol sostenido menor, y ello deviene inevitablemente en que los tonos con menor número de alteraciones en la armadura acaban por ser más fáciles de leer y comprender y que, por ende, resulte más sencillo escribir en ellos, pues los mecanismos mentales se han hecho con la práctica más rápidos, más cómodos y más seguros. Todo ello, sin menoscabo de la habilidad y de la capacidad particular del músico: el mismo Bach escribió un Preludio y Fuga en Do mayor que acto seguido transportó a Do sostenido mayor para convertirlo en el tercero de los que componen el primer volumen de El Clave bien temperado.

La improvisación, práctica habitual antaño, el estudio de obras de otros autores y la exploración individual eran los medios por los cuales el joven músico se hacía con las distintas tonalidades. A este respecto, el órgano y el piano tienen una cualidad fundamental: cada tonalidad tiene una orografía única. De este modo, la práctica instrumental se convierte en un refuerzo de gran importancia en el proceso de individuación de las tonalidades, ya que cada una es diferente de las demás, no sólo conceptualmente, sino también de un modo visual y tangible. Se da entonces la paradójica situación de que las tonalidades son todas distintas entre sí, pero al mismo tiempo, gracias al sistema temperado, todas iguales. Esta circunstancia tiene, como es de esperar, sus consecuencias. Manejarse en los veinticuatro tonos mayores y menores(2) no es muy diferente de hablar veinticuatro idiomas distintos, relacionados de forma cruzada, ya que la mayoría de las “palabras” (acordes) se repiten con un significado distinto en las demás tonalidades: tenemos veinticuatro maneras diferentes de decir “acorde de tónica”, cada una en su contexto, y sólo doce de decir “acorde de séptima de dominante”. Eso sí, con la salvedad de que, conociendo una tonalidad, ya se puede “hablar” en todas las demás, mediante el procedimiento del transporte, por ejemplo. De todos modos, el asunto no es tan sencillo como parece, y la experiencia acaba por convencer al músico de que tiene que terminar por conocer todos los tonos uno a uno si no quiere sentirse especialmente incómodo, ya sea leyendo música, componiéndola o improvisándola.

Aun pudiendo ser cierto, no discutiremos aquí si la disposición de las notas en el teclado puede facilitar determinados giros armónicos en una tonalidad o, más bien, dificultar otros que sí sean sencillos y directos en otras tonalidades. Porque, sin necesidad de ello, aunque dispusiéramos de un “teclado perfecto” en el que ningún tono se viera favorecido o perjudicado en sus posibilidades, podemos asegurar que las tonalidades son menos inocuas de lo que parecen para el desarrollo de una obra musical, pese a estar concebidas como lienzos anónimos sobre los que plasmamos la música. A causa de nuestra tendencia al hábito, las respuestas interiorizadas tras años de formación y de experimentación afloran en el momento en que se les da la oportunidad, en una mezcla de intuición, instinto y conocimiento consciente, y resulta inevitable que una tonalidad estimule la imaginación del compositor en una o más direcciones determinadas, y que, con ello, broten lugares comunes. Probablemente, el surgimiento espontáneo de recurrencias es debido a una conjunción de factores, pero uno de los más importantes es la práctica instrumental, motor de la composición en gran parte de los casos, pero, a veces, un lastre. Berlioz escribe en sus Memorias:

La práctica del piano me ha frustrado a menudo; me sería útil en algunas circunstancias; pero, si considero la pasmosa cantidad de vulgaridades que el piano facilita, vulgaridades vergonzosas que la mayor parte de sus autores no podrían escribir si estuviesen privados de su “caleidoscopio musical” y no tuvieran más que pluma y papel, no puedo dejar de dar gracias a la fortuna, que me ha puesto en la necesidad de escribir silenciosa y libremente.(3)


Tonalidad y recurrencia

Pretender que una tonalidad dada tenga poder como para determinar la forma de una pieza a gran escala es quizá demasiado ambicioso. Sobre todo si se tiene en cuenta que, instaurado ya plenamente el sistema temperado, los tipos formales principales del siglo XVIII estaban fijados con bastante precisión en casi todos sus aspectos básicos, lo que los colocaba fuera del radio de influencia de la tonalidad escogida, que pasaba a ser un elemento accesorio.(4) Donde se perciben sus efectos con más claridad es en la pequeña y la mediana dimensión (seguimos aquí la terminología de Jan LaRue(5) ), es decir, en el momento de decidir qué acordes siguen a cuáles y a la hora de realizar alguna modulación pasajera sin implicaciones formales de importancia. Ya en 1926, Hermann Abert publicó un artículo analizando temas de las fugas de Bach para demostrar que existía una relación muy estrecha entre la tonalidad y la estructura melódica, lo que para él significaba que ciertas tonalidades despertaban en Bach la tendencia a utilizar determinados modelos melódicos.(6) Si le ocurre a Bach, ¿por qué no va a ocurrirle lo mismo a los demás?

Aunque limitemos las posibilidades de influencia de la tonalidad escogida a la pequeña dimensión, no podemos pasar por alto que, en ocasiones, un elemento que parece “de corto alcance” puede desencadenar consecuencias insospechadas y puede tener más importancia de la que se le concedería a primera vista, como veremos más abajo.


Un caso concreto

Que un compositor tenga tendencia a determinados giros armónicos cuando escribe en una tonalidad determinada no es signo inequívoco de falta de imaginación o de capacidad, es, simplemente, una consecuencia natural e inherente a toda acción humana: el hábito. Por otro lado, hay que ser algo ingenuo como para pensar que a un compositor se le escapan estas recurrencias. Puede que escriba involuntariamente algunas de ellas, pero es muy improbable que rechace un hallazgo armónico para la composición de una sinfonía porque sea consciente de que ya había sido utilizado para una sonata para violín y piano. Sirva este ejemplo de Beethoven, citado frecuentemente:



¿Acaso no recordaba Beethoven los compases que abren su Sonata op. 57, publicada tan sólo tres años antes? Son estos:


Si no tenía reparo alguno en caer en paralelismos tan evidentes(7) (y, en realidad, no hay ninguna razón seria para hacerlo), aún menos en otros casos, como el que mostramos a continuación, bastante más escondido(8):


Si bien al principio desmarcamos el tema que nos ocupa del de la caracterización de las tonalidades, es cierto que no son tan independientes como parecen. Por ejemplo, no es fácil desvincular la predilección que siente Beethoven por la región de la napolitana cuando escribe en do sostenido menor o en fa sostenido menor de una posible identificación de estos tonos con lo dramático y con el dolor extremo.(9) Llega a utilizar tanto la región del segundo grado rebajado aquí, que no sabemos si tratarlo como un lugar común espontáneo asociado a estas tonalidades (un “reflejo” al escribir en esos tonos) o como elemento expresivo cuyo origen estaría en la teoría de la caracterización de las tonalidades (lo que entonces sí podríamos calificar como un uso “puro” de la napolitana, no ligado a la costumbre, aunque sí a otras razones). La caracterización de las tonalidades posee concomitancias con el asunto de los lugares comunes debidos al hábito, pero actúa en un momento distinto del proceso de composición: si el compositor es consciente de lo distintos estados de ánimo que para él representan las tonalidades, elige primero el carácter que quiere imprimir a la música, y luego busca la tonalidad adecuada; una vez escogida la tonalidad es cuando surgen los lugares comunes, recursos y giros particulares que el compositor puede aceptar o rechazar.

Pero examinemos con más detenimiento este otro caso:



Es difícil explicar como una coincidencia las similitudes: en todos ellos, en la menor, aparece un giro hacia el relativo, Do mayor, introducido por el movimiento desde la tónica del tono principal hacia la dominante de Do mayor, a modo de breve enfatización dentro de la frase musical. Podríamos incluir en esta serie de ejemplos otros muchos pasajes similares, que omitiremos aquí para ahorrar espacio, como serían el episodio en la menor del tercer movimiento del Triple Concierto op. 56, la Variación XIII de las Variaciones sobre un Vals de Diabelli op. 120, el Minore de la segunda de las Bagatelas op. 33, los compases 223 y siguientes del último movimiento de la Sonata para violín y piano en la menor op. 23, etc.

Beethoven apenas utiliza este giro en otras tonalidades(10), y, en cualquier caso, nunca con tanta frecuencia como en la menor. Téngase en cuenta, por ejemplo, que sólo hay un movimiento sinfónico de este autor escrito en esta tonalidad (el citado en el ejemplo), y que, de las treinta y dos sonatas para piano, tan sólo una posee un movimiento en la menor (la introducción al último movimiento de la Sonata en La mayor, op. 101, que, por cierto, también incluye un giro al relativo mayor del tipo que estamos describiendo). No escribió Beethoven tanta música en la menor como podría pensarse, por lo que la representatividad de los fragmentos escogidos es bastante alta.

El giro hacia el relativo mayor es muy frecuente, por no decir normativo, en las relaciones armónicas a mediana y gran escala, como las que se establecen entre los grupos primero y segundo de la exposición en una forma de movimiento de sonata. Lo que tienen de particular los ejemplos citados es que la relación armónica se produce a pequeña escala(11), y, además, de un modo concreto, por desplazamiento desde la tónica menor hacia la dominante del relativo, incluyendo o no una dominante de ésta (como el ejemplo de la Sinfonía) y una prolongación por medio de un acorde de cuarta y sexta cadencial. El procedimiento particular de enfatización es importante y lo vemos como característico, pues, por ejemplo, cuando Beethoven escribe un giro en sol menor hacia el relativo (enfatizando Si bemol mayor), suele hacerlo de un modo diferente, utilizando el IVº grado (IIº en Si bemol mayor) como enlace, generalmente.

Recoger todos los lugares comunes de la obra de Beethoven dependientes de la tonalidad sería una tarea ardua, pero no dejaría de ser un simple aunque original pasatiempo si no se intentara desentrañar cada caso particular y llegar hasta las raíces más profundas de cada una de las posibles recurrencias. En el ejemplo que acabamos de exponer, se diría que, de alguna manera, la tonalidad de la menor se desborda e inunda la del vecino Do mayor, como si Do mayor ya formara parte de la menor. Es significativo que la mayoría de las formas de mediana y gran extensión que Beethoven escribió en la menor buscan un tono distinto al relativo mayor para crear la disonancia estructural, ya sea como segundo grupo en una exposición de sonata o como final de la subsección inicial de un scherzo, prefiriendo casi siempre mi menor, la dominante menor(12): los primeros movimientos de las dos sonatas para violín en la menor, op 23 y op. 47, “Kreutzer”, ambos con forma sonata, siguen este principio, igual que los scherzi de las Sonatas para violoncello y piano op. 69 y op. 102, nº 1, por ejemplo. Por el contrario, prácticamente ninguno de los movimientos escritos en do menor se desplaza hacia su dominante menor, sol menor. Es como si la tonalidad de la menor fuera para Beethoven un tono “gastado”, que busca incorporar al relativo mayor como compensación, por lo que la tensión tonal necesaria para crear la direccionalidad armónica a gran escala es buscada en otra tonalidad diferente. Do mayor es demasiado débil como para tensar el arco tonal en la menor, y sin embargo, Mi bemol mayor parece no tener problemas para servir de contrapeso a do menor. Vemos que el temperamento igual tardó más tiempo del que pensamos para poner a todas las tonalidades al mismo nivel. Los compositores de las generaciones siguientes (Schubert, Schumann, Chopin,…) serán los que, explorando los terrenos tonales poco transitados, escribirán sin temor las relaciones más alejadas en todos los tonos. La ampliación del espacio tonal culminó en la madurez del siglo XIX, pero, curiosamente, esa extensión, en sus orígenes (Beethoven), no se había producido en todas las tonalidades al mismo tiempo. Los hallazgos que se hacían en Do mayor o mi menor, se exportarían después a la bemol menor o Re bemol mayor. La mayor frecuencia relativa con la que aparecen tonos remotos en el siglo XIX responde no sólo al interés por lo exótico, lo lejano y lo desconocido de los románticos, sino también a la misma necesidad de huida que probablemente sentía Beethoven al escribir en tonalidades con “demasiada historia”, como Do mayor y la menor, (y no al escribir en La bemol mayor, por ejemplo). Así, muchas armonías decimonónicas parecen perder gran parte de su magia, por lo menos para la vista, cuando son transportadas, como se hizo en muchas ediciones de partituras pianísticas para acercarlas a los aficionados burgueses, evitando así que naufragaran en un mar de bemoles o sostenidos.

La inmensa mayoría de las formas de movimiento de sonata escritas por Beethoven en las que el segundo grupo de temas está en una tonalidad “anómala” en la práctica habitual del Clasicismo (cualquiera que no sea la dominante en el caso de las tonalidades mayores o el relativo mayor en el caso de las menores) están escritos en tonalidades que podríamos calificar como “cómodas”. Una tonalidad con pocas alteraciones parece invitar a buscar nuevas soluciones. Habría quien afirmaría que, más bien, fuerza a ello. Es lógico pensar que Beethoven prefería escribir una modulación a la mediante superior en Do mayor (modulación a Mi mayor) que en Mi mayor (modulación a La bemol mayor, enarmónico del impracticable Sol sostenido mayor). Como es natural (y si no fuera así, el asunto resultaría extremadamente sospechoso), hay excepciones. La relación entre fa menor y Re bemol mayor del primer movimiento del Cuarteto op. 94 o la de la más temprana, y por ello más sorprendente, entre do sostenido menor y sol sostenido menor del tercer movimiento de la Sonata para piano op. 27 nº 2 son pruebas de que la incomodidad relativa de una tonalidad determinada no es óbice para desestimar la oportunidad de escapar a la tradición y buscar nuevas vías, e incluso puede llegar a ser un aliciente, dependiendo del caso y de múltiples circunstancias. Sobre todo para un compositor entre cuyas aficiones se encontraba el transporte a vista de los preludios y fugas de El Clave bien temperado, ejercicio tan duro como útil.


¿Y qué?

Hemos expuesto aquí someramente algunas de las caras que adopta la costumbre en el acto de la composición. Quizás a veces nos resulte molesto el comprobarlo, pues la palabra “costumbre” nos parece demasiado fea como para utilizarla cuando estamos hablando del Arte con mayúsculas. Toda partitura, como hecho humano que es, está plagada de hábitos. Y los hábitos traen recurrencias. Pero, aún encontrándonos con ejemplos como los que hemos recogido aquí, y aún aceptando en ellos la influencia de la rutina, tan sólo podemos concluir que determinadas circunstancias compositivas (escogidas, provocadas, casuales o impuestas), como es el caso de la tonalidad, pueden favorecer la aparición de lugares comunes, y afortunadamente sólo eso, favorecerlos. Tomando prestada una frase de aparición frecuente cuando se habla de genética, “heredamos predisposiciones, no destinos”.

En el momento en que un lugar común carece aparentemente de una causa oscura o incómoda que lo origine, entonces adquiere la categoría de “rasgo estilístico”. Ya que suponemos que la frecuencia con la que Brahms construye en sus últimos años melodías mediante sucesiones de terceras, ascendentes o descendentes(13), no se debe a la casualidad ni a la rutina, consideramos que éstas forman parte de su estilo tardío. Quizás sea porque, al tener la apariencia de elección consciente, queda descartada toda acción de la casualidad y del hábito, personajes éstos demasiado mundanos como para que queramos verlos andurrear por el Parnaso en que situamos a los elegidos.

El saber hasta qué punto somos esclavos de la costumbre, también en el ámbito de la creación musical, no debe inquietarnos, al menos siempre que sepamos aceptar que la música no siempre es tan limpia, tan pura y tan apolínea en su evolución y desarrollo como muchos libros pretenden hacernos creer, sino que está llena de laberintos y encrucijadas para los que cualquier explicación resulta siempre parcial y simplista. Incluida ésta, naturalmente.





1. Dando por hecho que todos leen las frases con la misma acentuación. Seguro que tiene algo que ver la prosodia francesa en la distribución rítmica con la que Berlioz escribe el Kyrie de su Requiem op. 5.

2. Ciframos en veinticuatro los tonos, pero, si tenemos en cuenta la existencia de varios pares enarmónicos practicables (Do sostenido mayor / Re bemol mayor, Fa sostenido mayor / Sol bemol mayor, sol sostenido menor / la bemol menor y re sostenido menor / mi bemol menor, al menos), el número asciende, pues, aunque presenten una orografía igual sobre el teclado, la diferenciación en la notación y en la imagen misma de la tonalidad provoca en el compositor la aparición de respuestas diferentes para cada uno de los tonos que forman el par enarmónico.

3. BERLIOZ, H. Memorias, Madrid: Taurus, 1985, p. 41

4. Aunque no faltan los intentos por encontrar algunas recurrencias en la gran forma, como el estudio de Michael Tusa “Beethoven’s C-minor mood: Some thoughts on the Structural Implications of Key Choice”, Beethoven Forum 2 (1993), Nebraska University Press.

5. LARUE, J. Guidelines for Style Analysis , New York: W. W. Norton Company, Inc., 1970.

6. STEBLIN, R. “Historia de la caracterización de las tonalidades en el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX”, Revista Quodlibet, MMV / nº 33, octubre de 2005. Universidad de Alcalá. Alcalá de Henares (Madrid).

7. Fa menor, comienzo en octavas con el tema principal, con la armonía de tónica como elemento sustentador; justo después, repetición del tema principal medio tono más arriba, en Sol bemol mayor, tonalidad de la napolitana.

8. En un momento formal importante en ambas obras (en la Sonata antes de la reexposición y en la Sinfonía justo antes de que, tras un largo fugato, aparezca una variación nueva del tema principal con las palabras Freude, schöner Götterfunken, Töchter aus Elysium!), larga pedal de dominante en el relativo menor, fragmento temático en Si mayor, luego en si menor, todo en diminuendo, y, finalmente, dominante de Re mayor para alcanzar el punto que se estaba preparando.

9. Sirven como ilustración la Sonata para piano en do sostenido menor op. 27 nº 2, el tiempo lento en fa sostenido menor de la Sonata op. 106, el Cuarteto en do sostenido menor op. 131 o los compases 127-138 del primer movimiento de la Sonata para violoncello y piano en La mayor op. 69.

10. Algunos casos serían la frase inicial de la Sonata para piano en mi menor, op. 90, y el comienzo del movimiento lento en re menor de la Sonata para violoncello y piano en Re mayor, op. 102, nº 2.

11. En la “pequeña dimensión”, por continuar con la terminología propuesta por Jan LaRue.

12. En una pieza en modo menor, la modulación a la dominante menor era más frecuente que la modulación al relativo mayor, por ejemplo, en la forma binaria de danza del Barroco, pero en el Clasicismo lo preceptivo era acabar la exposición en el relativo mayor. Como un resto evolutivo, aparece en ocasiones en el Clasicismo la modulación a la dominante menor al final de la primera subsección en un Minueto (como en el Minueto de la Sinfonía nº 40 en sol menor K 550 de Mozart).

13. Ejemplo paradigmático es el tema inicial de la Cuarta Sinfonía op. 98, pero se encuentran otros muchos en los tríos op. 101 y 114 o en las últimas series de Piezas para Piano opp. 116, 117, 118 y 119.



domingo, 21 de diciembre de 2008

El ensayo: práctica de conjunto


Por Luis Rubén Gallardo Lorenzo
Profesor de Violín del CSM de Córdoba


Introducción

La vida de todo intérprete ronda alrededor de la necesidad de interacción. Ésta, tomada en un sentido de gran amplitud conceptual, define gran parte de los procesos que llevan al músico al estadio final de su actividad creativa, desde la interacción necesaria para diseñar un proyecto artístico hasta la integración de todos los aspectos logísticos y técnicos una vez en el escenario. Pero, sin duda, la más decisiva fase que vendrá a delimitar el resultado de toda formación musical es, a su vez, donde se pone de manifiesto el paradigma de tal interacción: el ensayo.

La interacción, como concepto, transgrede lo netamente musical y nos sitúa en diferentes planos de actitud social, de integración de ideas y de práctica activa de tolerancia al prójimo -quién a menudo, en lo que a proyectos artísticos se refiere, aúna las características de contingente y de elemento necesario al mismo tiempo-, constituyendo una parte fundamental de aquello que venimos a definir como ser profesional en el marco del oficio de músico. Desde las etapas más tempranas de la formación musical, el ensayo está presente en el proceso de enseñanza-aprendizaje con verdadero carácter prioritario.

El desarrollo de las actitudes y procedimientos integrantes para tal fin constituye una de las materias transversales de educación más importantes en el seno del proceso de formación que se lleva a cabo en los conservatorios de música, representando un verdadero ejemplo de práctica de integración y cualidad del trabajo en grupo para el conjunto de la sociedad. Su valor pedagógico sustenta la relevancia de la educación musical más allá de los confines del interés epistemológico, y ha colocado tales procedimientos en contextos bien diferentes, desde su aplicación a otras áreas de conocimiento en el ámbito académico hasta su integración en las dinámicas de grupo del sector empresarial. En efecto, por extravagante que pudiera parecer en un principio, no es extraño encontrar hoy en día, en compañías internacionales, grupos de trabajo coordinados por músicos, claro está, desde un punto de vista procedimental.

Contemporáneamente, la sociedad está afrontando -autocríticamente- realidades que en los albores del siglo XXI no son aceptables, tanto desde su perspectiva moral o ideológica como desde el más estricto sentido práctico. Así, desde las autoridades, en general, y desde el estrato educativo, con especial dedicación, se pretenden normalizar actitudes de tolerancia, respeto, cooperación, integración de lo diferente y, en definitiva, de la creación de un todo sin discriminación y basado en el trabajo en equipo. Todo ello, por definición, ya lleva presente siglos en la práctica del ensayo musical y, como se comentaba con anterioridad, constituye un leimotiv de gran relevancia en el conjunto de la enseñanza de los conservatorios de música.

¿Cómo se desarrolla en el ensayo tales actitudes?: Desde el conocimiento preciso del objetivo y la aceptación sin reservas del compañero.

Ésto es, sin más, la necesidad de interacción. Todo objetivo musical precisa del concurso de diferentes elementos y personas que, sin su acción, imposibilitan cualquier grado de consecución más allá de la excelencia del resto de los componentes. En este sentido, las diferentes magnitudes deben sumar en un único flujo. Los integrantes de la formación deben conocerse sin tapujos, sin falsas máscaras o postulados artificiales y, desde su verdadera capacidad, asumir su labor y aportación al resultado final, comprometiéndose al máximo desarrollo de sus potencialidades y al objetivo de favorecer -igualmente- el máximo desarrollo del compañero. A nadie escapa que tales palabras pueden sugerir un discurso idealista y tendente a figurar un verdadero mito de entendimiento, pero, más allá del esfuerzo y las barreras personales que cada cuál deba superar, ello se reproduce en todos y cada una de las formaciones musicales profesionales -o al menos en aquellas que consiguen cierto grado de continuidad y proyección- ya que, ¿de qué forma si no podrían doblegarse a una misma meta los diferentes egos artísticos presentes en tales grupos?

Por todos es conocido el carácter especial que recubre la personalidad de un artista, de un músico profesional. De aquellos argumentos propios del Romanticismo que ensalzaban la soledad de artista como vehículo de la introspección y la comunión con la naturaleza en aras de explotar el sustrato más puro de su genio creador, hemos pasado a una demasiado frecuente abundancia de recelo y actitudes personalistas. En este contexto, se pone aún más en valor las cualidades de esta vía de entendimiento, del éxito del arte como armonía en el sentido más pitagórico, es decir, como conciliación de opuestos.

El ensayo es el momento en el que varios profesionales creativos se sumergen juntos en una búsqueda colectiva donde lo individual es imprescindible, una integración de voluntades que, a priori, eran irreconciliables. Ante un proyecto con ene número de ideas originales, nadie puede llegar a sospechar su definición final que, a la vez, describe un nuevo concepto, tan unitario como participado.

En ello reside la necesidad de dedicar, al menos, una breve reflexión donde se sinteticen las esencias de este trabajo en equipo, tanto como referencia para estudiantes y profesionales de la música, como para el lector ajeno a esta actividad que pudiera ver en este capítulo una posible referencia para extrapolar a otros contextos.


Teórica de procedimiento

Ensayar es algo más que quedar para ejecutar o improvisar una determinada creación musical en colectivo pero, a la vez, no deja de ser éste el primer enunciado que da sentido al término. No sería creíble un estricto decálogo para definir la acción de ensayar cuando, como se expresaba en el anterior epígrafe, tiene sus bases en elementos tan volubles como la creatividad, las capacidades de los congregados, la habilidad de éstos para poner en común sus experiencias y, así, un largo sínodo de voluntades y coyunturas. No obstante, desgranar lo apropiado por medio de la empírica puede llegar a ser algo menos complejo si tomamos, como referencia, algunos de los procesos implicados en la acción de hacer música en conjunto.

Para tal fin, y en pro de la claridad de conceptos para una exposición más didáctica de la cuestión, usaremos la clasificación de aspectos al respecto que realiza Elaine Goodman(1) , quien los distingue en cuatro: la coordinación, la comunicación, el papel del individuo y los factores sociales. Cabrían otros encuadres según las diferentes perspectivas desde las que pudiéramos tratar la cuestión, pero Goodman aplica con simplicidad las inquietudes más directas del músico frente al hecho del ensayo. Comentaremos, a continuación, cada uno de ellos, en sinergia con el fin reflexivo que se aportaba en la introducción del texto:

La coordinación: aquiescencia colectiva

El empleo de determinados términos frente a otros, como uso frecuente y generalizado, nos suele aportar un enfoque preliminar de gran validez a la hora de comprender los hechos que describen. En esta línea, a lo largo de todo el siglo veinte, donde ha proliferado una gran cantidad de nuevas estructuras de organología para las formaciones de concierto y, a su vez, se ha superado las vetustas estructuras combinatorias del clasicismo, la palabra que más se ha empleado para designar el grupo musical no orquestal (a veces también éste) ha sido ensemble, galicismo que la Real Academia Española(2) define como “juntamente”, que a su vez describe en su tercera acepción como “a un mismo tempo”.

Así, desde su nomenclatura misma, se aporta el primer y más importante aspecto, y es que las partes individuales deben de encajar perfectamente, deben de ser ensambladas en un mismo criterio temporal, deben ser ejecutadas juntamente. La coordinación de un grupo depende, en primera instancia, del tempo.

Si bien puede llegar a constituir un tema a debatir el llegar a un acuerdo sobre la importancia relativa del tempo en el estricto dominio de una técnica instrumental, si de lo que hablamos es de tal herramienta dentro de un perfil profesional, de su control absoluto y dominio funcional, el quórum llegará rápidamente para expresar su necesidad irrenunciable, ya que es, en definitiva, una condición sine qua non para el ejercicio profesional en conjunto.

Su relevancia no sólo se circunscribe al tiempo de ejecución activa de la parte instrumental, si no que se extiende a la parte tacet de la misma.

A pesar de lo obvio de este planteamiento, una educación musical tradicional demasiado dimensionada en el repertorio solista no siempre ha descargado toda la atención que tal aspecto precisa, que si bien es de fácil y rápida comprensión dada su lógica espontánea, contiene un calado nada despreciable en el éxito de un ensayo.

Goodman profundiza en la cuestión dividiendo la coordinación del tempo en tres asuntos a tratar: el reloj del grupo, la técnica necesaria para mantener el parámetro tempo y, como concepto unitario, lo que él denomina la ilusión de sincronía.

Hablar del reloj del grupo es hablar, con otras palabras, de un marcador de tiempo común, de un encuadre o ámbito general que aporta contexto temporal al trabajo interpretativo ulterior, en fin, de la escala o gradiente temporal, aire o pulso a emplear. En una formación donde hay director, tal responsabilidad recae sobre él, siendo asumida -en la medida de las posibilidades- por los músicos integrantes, no obstante, en el seno de una formación de cámara o grupo sin director, ésta será la primera gran labor a determinar desde un punto de vista puramente técnico y con anticipación al fin artístico: consensuar el tempo de interpretación de la pieza entre los miembros.

Tal decisión no será superficial, sino que supone una definición que va a marcar el estudio personal de los músicos y el resultado final del proyecto. Para ello, y en la línea de la necesaria interacción, se debe de tener en cuenta las características interpretativas de los integrantes de la formación.

Dentro de esta cuestión, cabe destacar que para la gran mayoría de los músicos profesionales clásicos, el establecimiento del mencionado reloj se fundamenta en el pulso métrico, realidad muy comúnmente sugerida por editores y compositores a modo de referencias metronómicas. No obstante, la diversidad musical, de un lado, y una cada vez más ecléctica formación de los profesionales, hace que tal definición se realice por medio de otras referencias, bien por agrupaciones de pulsos o bien por el compás, directamente, como realidad unitaria de una expresión rítmica significativa. Ello es especialmente útil y, por tanto, generalizado en su uso al trabajar música de origen popular, étnico, para danza o de culturas y lenguajes musicales no entroncados con la tradición clásica occidental.

Continuando con el esquema sugerido, la experiencia musical nos dice que no es suficiente con reglar un tempo dominador y, simplemente, seguirlo. Precisamos la capacidad de gestionarlo, o en palabras de Goodman, adquirir las técnicas para mantenerlo, lo que implica dos acciones muy relevantes en lo que al grupo y el ensayo se refiere: la anticipación y la reacción. La primera de las acciones está íntimamente relacionada con la determinación de marco temporal, es decir, sobre la experiencia de una nota -de su dimensión temporal- somos capaces de anticipar la duración del resto de las integrantes del discurso musical. Así, más allá de este ejemplo, el músico profesional reajusta de forma continua su previsión de lo que ha de acontecer basándose en la información que, pulso a pulso, recibe de su o sus compañeros. Este feedback constante es un ejercicio intelectual-matemático que, si bien nos es muy común en el ámbito de los conservatorios y casi no le concedemos importancia, requiere de un entrenamiento extenso en el tiempo, además de unas determinadas capacidades base, y como toda actividad mental no innata, debe de ser desarrollada a lo largo de toda la vida académica y profesional, al menos desde la conciencia de lo importante que supone ser capaz de recoger las referencias que surgen en la interpretación del compañero y, específicamente, anticipar su siguiente sonido.

Anticipar, en los términos expresados, supone que existen una dirección determinada en la jerarquía de ejecución dentro del grupo. Todos los miembros no pueden estar despidiendo a la vez referencias generalizables, estaríamos ante una anarquía temporal que nos abocaría a la ruptura del reloj común. Esta dirección -de un solo sentido- vendría determinada por la voz predominante en cada circunstancia o, según la estructuración y motivación de la formación, desde la responsabilidad que asuma uno de los componentes que, desde su personalidad o autoridad establecida, hace las veces de director -al menos en lo que a decisiones temporales se refiere-. Especialmente en el primero de los casos, el ensayo es el espacio donde se establecen las distintas secciones y sus referencias, se prediseña la estructura de fluctuaciones y se otorga rango de punto de inflexión y reajuste del tempo a pasajes determinados. Estaríamos, en este caso, en un flujo bidireccional, donde todos los integrantes de la formación ponen en común sus realidades y pareceres. Se produce, por ende, un fenómeno de output / input, de gran relevancia en la consolidación de la interpretación global del grupo.

Pero no todo es posible estructurarlo de forma anticipada. Así, de aquello que surge en el instante, de la expresión artística más abrupta o, simplemente, del flujo natural de la imperfección humana, se deberá reaccionar. La reacción sobre lo sobrevenido o, incluso sobre aquello que si bien está determinado tiene su definición en una magnitud diferente, el músico ha de saber adaptarse sin transición. De nuevo estamos ante una capacidad de notable complejidad que debe ser entrenada. El ensayo supone un banco de pruebas donde se deben acumular el mayor número de casuísticas posibles y, por ende, experimentar reacciones positivas que recompongan la estabilidad y uniformidad del reloj común.

No obstante, son sutiles las marcas diferenciadoras entre anticipación y reacción, entre direccionalidad única y flujo bidireccional. Ser consciente de los conceptos es un paso previo que aporta solidez a las acciones propias del ensayo pero, la integración de tales se realiza en la práctica empírica.

Para completar lo concerniente a la coordinación, hablaremos de lo que se ha denominado la ilusión de sincronía.

Buscar la coordinación y la ejecución en sincronía de las partes es el objetivo, como decíamos, pero, para comprender la magnitud de la meta, habría que preguntarse acerca de la naturaleza de la sincronía y de su adecuación al género humano. En esta línea, el profesor Rudolf Rasch(3) -de la Universidad de Utrech-afirma que ejecutar las notas exactamente al mismo tiempo -sincronía en sentido estricto- sobrepasa los límites de la habilidad y la percepción humana, para él, siempre habrá pequeñas diferencias de tempo -es decir, asincronismo- entre aquello que se supone que debe estar ejecutado simultáneamente. Así, coincidiendo con las afirmaciones también realizadas al respecto por el profesor Dunsbuy (4) -Universidad de Rochester-, el arte de tocar junto radica, esencialmente, en crear la ilusión de estar perfectamente conjuntados. La sincronía se describiría, por ende, más como un aspecto de percepción por parte del espectador que una realidad propiamente dicha.

Este planteamiento viene a reforzar un posicionamiento histórico característico que subyace en la profesión musical, y no es otro que su carácter escénico. El músico, en solitario o en grupo, como un prestidigitador de los sonidos, crea una realidad ilusionada, un ambiente de texturas y dinámicas que debe envolver al espectador hacia una emoción, sea esta premeditada o sugerida al instante, lejos de la observación presumiblemente objetiva que desde la interpretación ejecutiva realiza el propio instrumentista. Tal meta escénica es, de nuevo, objeto de análisis en el ensayo.

Esta inherente asincronía no sólo es atribuible al factor humano, como comentábamos, sino que tiene relación, por añadidura, con los aspectos físicos, de organología y de la técnica instrumental que dan contexto a la interpretación musical. Aspectos medibles y de descripción científica, como la diferencia de velocidad de propagación del sonido según las características de la onda sonora, la velocidad de reacción de ataque de cada técnica instrumental, los distintos niveles de absorción en la sala de los diferentes timbres, distancia entre los intérpretes que, junto a un extensísimo etcétera de singularidades físicas del hecho musical, vienen a definir un glosario de excepcionalidades que todo intérprete debe de conocer y, en la medida de lo posible, compensar, en aras de que la ilusión de la sincronía no sea desvanecida.

Evidentemente, la búsqueda de esta compensación teórico-práctica debe basarse -o es aconsejable, al menos- en un determinado grado y nivel de acercamiento a la realidad del sonido como hecho natural sobre el que se fundamenta nuestra actividad creativa. En efecto, la acústica, como disciplina científica que engloba y aporta solución a la gran mayoría de los por qués de las técnicas de ejecución y la expansión y efectos del sonido, debe estar presente en la formación de un músico. En el actual diseño curricular de las especialidades instrumentales, su presencia ha desaparecido en su definición troncal y, en la mayoría de los conservatorios, no alcanza a ser una simple opción complementaria. Su importancia se centra en el currículum de especialidades no instrumentales, como Composición, que, muy apropiadamente, buscan en el fundamento natural del sonido las bases para crear nuevos conceptos expresivos. Pero a menudo, el intérpre instrumentista queda al margen de un conocimiento que, aplicado en el seno de una formación de cámara, por ejemplo, ahorraría interminables debates, imprecisiones y repeticiones en busca de una determinada información empírica que, sin embargo, ya quedó definida y plenamente resuelta décadas atrás, más allá, por supuesto, de comprender mejor su propio instrumento, su técnica interpretativa y estar más cerca de la vanguardia musical donde timbre o textura resultan más importantes que otras definiciones tradicionales-clásicas del sonido, a la vez que, dadas su características físicas, ejercen, a su vez, una influencia en la estabilidad de la conjunción grupal o de la precisión perceptiva del público al respecto.

Y como capítulo de cierre a este análisis sobre la búsqueda de un sincronía no humana, de difícil y compleja definición física y, sin embargo, necesaria en la percepción del oyente, cabría analizar, por aparentemente obvio que pudiera parecer, su interacción con la magnitud temporal, es decir, cómo afecta la distinta elección del reloj común a este objetivo.

En este sentido, el profesor Rasch afirma aquello que de forma empírica es consabido, pero que ahora, además, tiene su validación experimental: resulta mucho más complicado mantener la coordinación, la sincronía imaginada y la capacidad de anticipación-reacción en tempos lentos que en aquellos de gran energía dinámica y velocidad. Ello, entre otros complejos factores psicológicos y de somatognosia, apunta a la necesidad del músico de una subdivisión del pulso base. Es decir, una realidad de pulso lenta multiplica el índice y probabilidad de error, ya que el cálculo del próximo pulso se torna más impreciso al alejarse del natural biorritmo humano (pulsaciones cardíacas y psico-neuronales, por ejemplo). Por ello, de forma indendiente al carácter de la pieza, su tempo y acentuación, hayar un múltiplo del pulso que sea más ágil y veloz, tenderá a reforzar la precisión del reloj común y a estabilizar la sincronía.


Implementación de la Teoría de la Comunicación: el contacto visual

En el seno de una interpretación, los miembros han de mantener una activa comunicación que sea cauce de las diferentes acciones ejecutables que requiere la partitura en cuestión o que organice las diferentes inflexiones existentes en el discurso musical, tanto las previstas como las sobrevenidas. La idea musical, como vehículo trascendental de la expresión humana, está viva y en continua metamorfosis, fluctúa y sugiere en la medida que se combina y se crea, tan etérea como trascendental, y si bien puede responder a principios convencionales y a estructuras fruto del análisis, en su definición final, siempre es única e irrepetible, solitaria en su adecuación. Comunicarse, por consiguiente, es una prioridad que precede al entendimiento de la intención y a la capacidad de adaptarse -anticipación y reacción-.

Según las investigaciones de Clayton(5) y Goodman(6) , dentro de las dos posibles modalidades de comunicación entre los miembros de una formación mientras se interpreta -auditiva y visual-, la auditiva sería de mayor importancia y determinaría en mayor medida la ejecución. Ello se fundamentaría en la idea sencilla de que la música la oímos, no la vemos. No obstante, ambos procesos están presentes en la interpretación de conjunto y deben ser tratados en el contexto del ensayo. Veamos algunas de sus especificaciones:

A quedado expresado, con amplitud, la natural y obvia necesidad de escucharse para la mantener la coordinación entre los intérpretes. No obstante, la necesidad de prestar una atención precisa a la ejecución del compañero transgrede la mera coordinación temporal -abarcando aspectos de más complejidad conceptual, como los matices expresivos, las gradaciones dinámicas, los cambios de articulación, la fluctuaciones del timbre, color y entonación- y genera un glosario de señales, de origen multisensorial, que nos advierten acerca de lo venidero. Éstas modulan, tanto conscientemente como parasimpáticamente, nuestra ejecución en casos y circunstancias muy variadas, favoreciendo la ejecución del compañero y complementando, en sus posibles carencias o giros circunstanciales, la globalidad y validez de la ejecución común.

No cabe duda que tales circunstancias suman un cierto grado de tensión en la interpretación -una atención extra a lo imprevisible- y ha generado discrepancias entre los profesionales acerca de la importancia relativa de la planificación en los ensayos para evitar, al máximo, ésta casuística, así como un arduo debate sobre lo positivo o negativo de esta tensión del momento.

Ensayar debe de aportar, al menos, la capacidad de comprender los posibles giros que el compañero pueda tomar, aunque hay intérpretes que no gustan de una planificación metódica de los matices expresivos, ya que lo ven como una coartación de su libertad como creadores. Este planteamiento, paradójico para muchos, tiene su validación en diferentes investigaciones que han logrado demostrar que la práctica prolongada de un pasaje musical -con la consecuente metodización- reduce la habilidad para controlar la expresión del sonido durante la interpretación, tornando las ideas en fijas y más difícilmente adaptables. Así, por añadidura, la tensión ante lo imprevisto sería visto como algo positivo para la concentración y el control general del grupo. De esta línea de pensamiento es un ejemplo la profesora Caroline Palmer de la Universidad McGill de Montreal.

La estimación de las afirmaciones de McGill conducen a reflexionar acerca de lo idóneo que pudiera ser el estudio personal-individual de una obra de conjunto, ya que una profundización excesiva en la parte puede generar una interpretación demasiado estática e inflexible cara a la necesaria adaptación ulterior. Se supone, en este pensamiento, que el buen músico debe de reprimir su propia intención para favorecer la fluctuación del grupo y su idea colectiva. Pero no todos los intérpretes comparte esta afirmación, para Abram Loft, la colectivización del discurso comienza en la máxima interiorización de las partes individuales, así, recomienda a sus lectores: "desarrolla cuanto puedas tu propia idea de la pieza y su mundo particular [...] después evalúa y modifica esa concepción desde la perspectiva de las opiniones expresadas por otros músicos"(7) .

En contraposición a ello, William Peeeth (referenciado por Goodman) afirma que se debe de practicar en el contexto global, con la obra en su conjunto, alejados de las particularidades.

Tal debate puede ser, hasta cierto punto, artificial, ya que, en un sentido práctico, todo va a depender del grado de dificultad de ejecución de la obra y de las características del intérprete. Es obvio que ambos posicionamientos tienen la verdad a sus espaldas en algún punto. Será imposible formar una idea en común si cada músico no está dispuesto a ceder parte de su conceptualización de partida y, casi más importante en sentido funcional, pocas ideas globales llegarán a buen fin artístico sin una preparación previa individual adecuada. Así, la profundización alegada por Loft se torna imprescindible si hablamos de la perfección de los aspectos técnicos, de la dialéctica propia del instrumento o de la interiorización de los pasajes de ejecución virtuosa. Sólo desde este control, verdaderamente maduro, podremos afrontar un ensayo con objetivos artísticos y de escena, sin óbice de haberse reunido con anterioridad al estudio personal para enfocar y previsualizar la obra en su conjunto.

En definitiva, este debate zigzaguea por caminos intermedios entre el mismo concepto de la comunicación y el equilibrio necesario entre la idealización performativa individual y su interacción en el grupo. O en otras palabras, de cómo transmitir al compañero tu visión, convencerlo o integrarlo en tu idea, cómo dejarte invocar por su expresividad o cómo compartir, en un momento dado, un sentimiento para converirlo en un latido común. Los elementos pseudo-objetivos derivados de la rítmica, llegado a este punto, precisan de otra tipología de entendimiento, donde, insistimos, la captación y comprensión de los códigos visuales complementan y estimulan el hecho creativo-interpretativo.

El paradigma de la comunicación visual en la interpretación de conjunto la encontramos en la figura del director, quien ejerce una función que va desde la planificación temprana del proyecto musical hasta los aspectos técnicos más específicos, pasando, con atención predominante, por la responsabilidad artística e interpretativa del conjunto en un porcentaje muy elevado. En el momento de la ejecución musical, su herramienta más destacada es la visualización que, de su lenguaje corporal, realizan los músicos. Este lenguaje -un compendio de normas convencionales de códigos gestuales y un indeterminado número de expresiones espontáneas acerca de la experiencia musical en curso- comunica mucho más que un simple pulso: alcanza a proyectar una idea musical que globaliza la ejecución.

Pero la problemática expresada toma su verdadera dimensión -en torno a la vinculante e imprescindible necesidad de compartir tanto un espontáneo abrupto creativo como la maduración reflexiva de una idea-, en el caso de las formaciones de cámara sin director, donde el grupo debe de desarrollar tal código de comunicación para poder crear una verdadera relación entre las diferentes partes.

El objetivo de la comunicación visual debe ser, prioritariamente, el de compartir las intenciones musicales, generar una empatía común con el resultado que se va obteniendo y transmitir y canalizar energía escénico-artística. No obstante, no todo lo relacionado con la comunicación, en general, y la visual, en particular, está circunscrito a un ámbito de orden expresivo. Los aspectos netamente técnicos son, a la vez, claros objetos de este contacto. Así, la coordinación se verá muy reforzada si entre los miembros del grupo de diseñan una serie de gestos para fijar los tempos de inicio o las fluctuaciones venideras, así como la posible transmisión de información entre los miembros respecto a lo que se está produciendo ("demasiado rápido", "más sonido", "no tan duro", "más lejano", etc...).

Con el tiempo de trabajo en común, los grupos profesionales desarrollan una intuición acerca del lenguaje corporal de sus compañeros que perfeccionan, a tiempo real, la interpretación en curso. Este extremo viene validado por diferentes investigaciones que revelan que la retroalimentación visual contribuye significativamente a la precisión y la libertad expresiva de las interpretaciones colectivas(8) .

En contra de lo que pudiera parecer en un principio, tal comunicación, por más activa que fuese, no es un factor significativo de desconcentración, ya que los intérpretes no deben, necesariamente, de mirarse unos a otros, ya que cuentan con la visión periférica que permanece en funcionamiento de forma perpetua.

Este extremo es de especial importancia si de los que hablamos es de un grupo de estudiantes. A menudo, fruto de la natural efusividad de la juventud, se tiende a una extremada gestualización, conducente, de forma prioritaria y literalmente, a girarse para mirar o ser mirado. Ello no ayuda nada a una verdadera concentración en la interpretación -desde el punto de vista netamente técnico y de ejecución- ni tampoco aporta un significativo avance en la calidad de recepción de las señales y el contacto que se pretende. La visión periférica – o panorámica según los autores-, como decíamos, debe alcanzar al total del conjunto (en caso de formaciones muy amplias o de disposición escénica compleja, al menos a aquellos componentes de mayor relevancia para la parte en cuestión), y según ella, se dispondrán los diferentes integrantes.

Por ende, en las formaciones camerísticas, habría que ceder parte de los argumentos acústicos de proyección del sonido individual en beneficio de una mejor y mayor conectividad entre los intérpretes, así no nos resulta raro ver a cuartetos compartiendo, prácticamente, la misma baldosa del pavimento del escenario, en contraposición a la desesperante imagen de algunos dúos con piano, donde el pretendido solista avanza su posición hasta la misma linde con el aforo, dando la espalda al que, en su pensamiento, debe ser su subordinado acompañante, sin importarle lo más mínimo si el repertorio a interpretar es, o no, de cámara, realidad ésta que hasta cierto punto resulta indiferente, ya que, incluso en el caso de ser programa de solista, todo lo aquí expresado en relación a la interacción musical y la importancia artística de todas las partes, seguiría en total vigencia y, por consiguiente, persistiría la necesidad de una comunicación visual en dos direcciones, de lo que, con total seguridad, repercutiría positivamente en la interpretación.


El individualismo del intérprete

Ha quedado expresando, al menos de un modo sucinto, el frágil equilibrio entre lo estrictamente personal y lo que ha de dilucidarse en y para el conjunto, pero no cabe duda que lo individual es una parte no sólo del total sino de lo particular de cada grupo, es decir, no nos encontramos ante la simple suma de unos intercambiables factores, sino que cada factor es un argumento propio, que cuenta con su atractivo independiente, que si bien interacciona, ejerce su efecto directo y determinante sobre el público.

En su fusión grupal, las partes se transforman según su función pero, aún así, son trasmisoras de la identidad creativa del intérprete. Observamos este hecho con especial relevancia en grupos donde no se doblan familias instrumentales, donde a la realidad personal, se suma la distancia en la organología. Así, el choque de timbres y posibilidades articulatorias o las diferentes características y visiones de ejecución sobre un mismo elemento del discurso musical, pueden llegar a dibujar una amalgama ecléctica que, justo en su aparente falta de unidad, pueden alcanzar una fuerza de transmisión expresiva notablemente más poderosa.

El profesor Mitch Waterman(9) investigó acerca de las relaciones emocionales de los intérpretes de una misma formación, observando que cada intérprete tenía respuestas emocionales diferentes ante la pieza que estaban ensayando. Entre otras conclusiones, destacó que los miembros de un grupo musical no coinciden en los momentos emotivos dentro de una interpretación de conjunto, en otras palabras, alcanzan a una comprensión abstracta de la obra de carácter diferenciado. Por ello, se describe un marco posible donde no resulta imprescindible tener las mismas ideas y donde las diferentes visiones y personalidades queden en claro discernimiento. Esta línea de pensamiento no entra en conflicto -necesariamente- con las afirmaciones de Goodman (Londres, 2000), quien sostiene que sólo en presencia de puntos de conflicto, los intérpretes suelen consensuar una idea predominante común, concilian los elementos expresivos y tienden a experimentar el pasaje con una notable unidad conceptual.

Cabe destacar, en el centro de la problemática entre visión individual o visión de conjunto, que la tradición ha menospreciado de forma notable la labor del intérprete en aras de una perspectiva globalizadora -en el mejor de los casos- y, en la mayor de las veces, condenando al ostracismo la praxis frente a la concepción compositiva. Ello se ha debido a diferentes factores, pero quizás el más importante podría haber sido que durante siglos, el intérprete dotado con talento y de proyección interpretativa era, por definición, solista. Las labores de conjunto quedaban en manos de un perfil de intérprete menos agudo, por lo que las formaciones de cámara de calidad eran el resultado de la suma y el esfuerzo colectivo de años de trabajo en común y dentro de una abnegación laboral que, minusvalorado por muchos, era calificada a menudo en términos cercanos a lo peyorativo, como jornaleros de la música alejados de cualquier función creativa. No obstante, desde hace décadas, los intérpretes mejor formados técnicamente y los mejor preparados en la riqueza de las ciencias musicales, han desarrollado su labor profesional en el ámbito de las formaciones de conjunto, revelando un mundo de alta catadura artística y de finos matices creativos.

Siempre hay algo de solista en cada intérprete de conjunto, y ello es imprescindible por cuanto cada miembro debe de haber experimentado, en su propia parte, el mayor desarrollo posible de su expresividad, es decir, interiorizar el global de la obra en el microcosmos de su línea individual. Debe de haber reflejado, sin equívocos, su idea de la obra y lo emotivo de su abstracción subjetiva, sin óbice de la necesaria interacción y del flujo enriquecedor con sus compañeros.

La idea global, en consecuencia, no necesariamente ha de significar la anulación de las visiones particulares y, gracias a ello, el espectador puede experimentar un registro amplio de estímulos que hacen, de la experiencia musical, una realidad artísticamente rica.


La socialización del colectivo: una problemática de liderazgo y equilibrios

Una formación musical es, a escala, una microsociedad donde se generan -más allá de las realidades artísticas- una serie de patrones y perfiles de comportamiento que pueden ser observados en tantos grupos sociales como se pretenda. Por encima de todo, las relaciones emocionales y profesionales se rigen por dinámicas que bien poco tienen que ver con la música o el arte. No obstante, desde el contexto dado, donde la línea divisoria entre lo íntimo-personal y lo artístico-profesional es tan sumamente delgada y, según los casos, tan volátil y cambiante, las relaciones humanas terminan por ser parte inherente del resultado artístico, sea cual sea el signo de éstas, a modo de reflejo.

Desde esta perspectiva, la mayor parte de los investigadores de la materia han tratado el tema a partir de la observación de grupos profesionales, es decir, en los que el componente empresarial estaba presente. No olvidemos que la música, arte y vocación en origen, es una profesión. Así, todas las investigaciones que describen cómo las formaciones camerísticas que perviven en el tiempo han superado las notables problemáticas del equilibrio personal -que se desprenden, a su vez, del intenso contacto que supone la ya citada interacción artística y, no olvidemos, también laboral-, coinciden en una conclusión: existía o un marcado liderazgo personal o, en su ausencia -y de forma minoritaria- tal función la suplía una circunstancia o motivación ineludible para la totalidad del conjunto.

La presencia de un líder, desde cualquiera de sus orígenes posibles (autoridad artística, jerarquía establecida, responsabilidades contractuales, etc...) ofrecía una línea de responsabilidad-acción que, a modo de arbotante social, descargaba las tensiones y las redistribuía entre los diferentes miembros y sus acciones, sin excluir en esta descripción que tal realidad se ejerciera dentro de principios democráticos y de participación y colaboración leal y responsable -aunque no era, según lo observado, una condición necesaria-. Tales factores relacionados con el talante del líder sí tenían, en los casos que se producían en sentido afirmativo, un efecto positivo en el resultado artístico del grupo, ya que los miembros estaban identificados con el resultado en una mayor magnitud y se entregaban al proyecto sin reservas ni reticencias.

Dado que el presente trabajo tiene su principal ámbito de difusión en el espacio académico, no veo conveniente haber citado este concepto sin realizar una apreciación que creo importante matizar: tal liderazgo -de considerarse que, dentro del aula y del proceso de enseñanza-aprendizaje específico de los estudiantes en cuestión, deba de tomar presencia, realidad que no niego en absoluto, más allá de tomar consciencia de el cuándo y el cómo- debe recaer en la figura del profesor, ya que otras opciones pudieran desembocar en situaciones de asignación de roles que no siempre conducen a una formación equitativa, sin menos cabo de que, con el citado liderazgo establecido en el profesor, se entrenen o se implementen metodologías de acción en las que se aborde el liderazgo desde el punto de vista de las herramientas técnicas y de procedimiento a emplear, siempre y cuando todos los integrantes del aula tomen contacto con tales actividades, sin que con ello podamos ni queramos afirmar que la capacidad para liderar un determinado grupo o proyecto artístico no requiera de una serie de características personales, que, por otro lado, no todos los estudiantes tienen por qué contarlas en igual mensura.

De cualquier forma, y volviendo a la cuestión, la conclusión del liderazgo se alcanza, generalmente, como vía de optimización de medios, no como situación ideal y destinada al mejor alcance artístico-creativo posible, en otras palabras, deben su estructura a los procesos de socialización que engloban la realidad grupal o, sencillamente, a factores de funcionalidad: la aparición de una jerarquía es una vía que facilita el día a día profesional y que descarga el devenir cotidiano de una formación en distintos niveles de responsabilidades y competencias. Habría, pues, que desmitificar el estándar de que el líder es la estrella artística de la formación. Es posible que coincidan ambos roles, quizás, pero no es necesario, y de hecho, no abunda. Esta dualidad ha llevado a la desaparición a muchas formaciones que no han sabido o podido equilibrar ambas fuerzas dominantes.

No obstante, para llegar a este grado, hay que aprender a ser líder y a ser liderado, constituyendo la etapa de formación un espacio apropiado para trabajar sobre la idealidad basada en una formación donde la interacción alcance su máximo nivel y profundice hasta un debate de ideas y argumentos que obligue al conjunto a una superación personal y, como realidad colateral, del conjunto.

Así, un grupo se desarrollará mientras "cada individuo sienta que está contribuyendo a su máxima capacidad artística y al mismo tiempo colaborando con sus colegas para producir algo más hermoso de lo que se puede producir individualmente"(10) .

Esta línea de pensamiento está recogida del deporte, donde se hace énfasis específico en los conceptos de sinergia -donde el potencial del conjunto es mayor que la suma de los potenciales individuales de sus componentes- y confluencia -la sensación de pertenecer a un equipo-. Ambas actitudes pueden ser potenciadas, a su vez, por el deseo de los músicos por generar un mismo espíritu cuando tocan, acción y realidad ésta que suele estar ligada más a movimientos artísticos definidos o a grupos con un nexo artístico o personal definido a priori.

En el aula no caben actitudes que no estén orientadas a la creación de lazos de colaboración, tolerancia de las opciones y pensamientos ajenos, a la conjugación de las diferentes sensibilidades y al convencimiento que el resultado final debe basarse en una razonable satisfacción(11) de todos los integrantes del conjunto. Sin dejar de lado que toda sociedad precisa de la figura del líder, éste debe de estar formado en el más absoluto espíritu democrático, no tan sólo como una cuestión de forma sino en su fondo y en su praxis efectiva.


Reflexiones finales

El concepto de interacción va a definir la tipología de trabajo más compleja y dificultad a la que un estudiante de música deba enfrentarse: ceder y estimular, saber aportar y saber hacer hueco en su propia trama conceptual a las aportaciones de los demás. Tales principios, así como todo lo descrito en los epígrafes y apartados anteriores, convierten a las asignaturas prácticas de conjunto de la educación musical en un valor didáctico y pedagógico de primera magnitud, un referente trasversal para la vida de los estudiantes que tiene su reflejo en su actitud fuera del ámbito musical y que bien valdrían como metáforas de la propia sociedad en un ideal de integración, de sinergia y confluencia, de consecución de metas que de forma individual resultan utopía.

En palabras de Herbert Le Porrier(12) , “se necesitan, según los casos, entre setenta y ochenta y cinco piezas distintas de madera para plasmar un violín [...] cada fragmento ha de considerarse un objeto acabado y parte infinita de un todo”. Así es una formación musical, un sólo instrumento formado por un amplio número de elementos, algunos humanos y otros no, algunos podenrables y otros no. Todos son un universo en sí mismos, pero más allá de su porcentaje sobre el conjunto, su aportación es incalculable, inestimable e imprescindible. No conoceríamos al verdadero todo sin la participación del elemento más mínimo.

Todo un reto para la educación y un motivo de análisis hacia un futuro marcado por la perspectiva de posibles cambios profundos en los planes de estudio dentro de las Enseñanzas Artísticas Superiores. Fomentar una verdadera didáctica que impregne de estos valores y herramientas a nuestros profesionales del mañana garantizará mejores formaciones musicales que conllevarán proyectos artísticos más complejos y ambiciosos, y por ende, más y mejor música.




1. GOODMAN, E., “La interpretación en grupo” en La interpretación musical (Editor John Rink), Alianza Música, Madrid, 2006, págs. 183-198.

2. R.A.E., Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, consultado en http://www.rae.es en Enero de 2008.

3. RASCH, R. A., "Timing and synchronisation in ensemble performance" en Generative Process in Music: The Psychology of Performance, (Editor J. A. Sloboda), Clarendon Press, Oxford, 1980, págs. 70-90.

4. DUNSBUY, J., Performing Music: Shared Concersns, Clarendon Press, Oxford, 1995.

5. CLAYTON, A., Coordination between players in musical performance, Tesis Doctoral, Universidad de Edimburgo, 1995.

6. GOODMAN, E. C., Analysing the ensemble in music rehearsal and performance: the nature and effects on interaction in cello-piano duos, Tesis Doctoral, Universidad de Londres, 2000.

7. LOFT, A., Ensemble! A Rehearsal Guide to Thirty Great Works of Chamber Music, Portland, Oregón, Amadeus Press, 1992, pág. 17.

8. APPLETON, L. J., WINDSOR, W. L. y CLARKE, E., "Cooperation in piano duet performance" en Proceedings of the Third Triennial European Society for the Cognitive Sciences of Music Conference, A. Gabrielsson (Editor), Universidad de Uppsala, págs. 471-474.

9. WATERMAN, M., "Emotional responses to music: implicit and explicit effects in listeners and performers", Psychology of Music, Número 24, 1996.

10. HARVEY-JONES, J., All Together Now, Heinemann, Londres, 1994.

11. Queda dentro del capítulo de lo obvio no aspirar a la máxima y plena satisfacción de la totalidad -sin renunciar a ella como ideal- ya que sería un objetivo altamente insólito y que contraviene todo lo expresado en relación a la interacción.

12. LE PORRIER, H., El violín de Cremona, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1981, página 22.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Dilemas compartidos

Juan de Dios García Aguilera


No existe un camino paralelo entre el proyecto de los pintores del expresionismo abstracto americano (díganse Arshile Gorky, Jackson Pollock, Willen de Kooning o Mark Rothko, entre otros) y el de los compositores del movimiento espectral francés (Gerhard Grisey, Hughes Dufourt, Michaël Lèvinas o Tristan Murail), ni cabe pensar que unos afrontan su programa a la estela del trabajo de los otros, entre otras cosas porque las distancias temporal y geográfica que los separan lo pone seriamente difícil: los pintores americanos llegan a su plenitud a mediados del siglo XX, mientras que los franceses comienzan su producción musical veinticinco años más tarde.

Creemos, sin embargo, y a riesgo de ser especulativos –aunque no más de lo prudente-, que ambas tendencias de estas dos distintas manifestaciones artísticas dejan entrever no pocos lugares comunes que las aproximan.

El expresionismo abstracto está formado por un grupo no homogéneo de pintores que tuvo su centro neurálgico en Nueva York, a mediados del siglo XX. Practicaron, de manera general, una pintura no figurativa fuera de lo convencional -al menos fue así en la cúspide de su trabajo-, y pusieron en valor, de manera extraordinaria, el hecho de la creación misma, la acción de pintar, como modo de afirmación espontánea del artista.

Sus raíces son algo heterogéneas, ya que adoptaron elementos que los vinculan con la pintura no figurativa de Kandinsky, y los enlazan con el surrealismo, que se valía de la espontaneidad y el subconsciente para la creación, e incluso con el impresionismo, en el caso muy particular de Rothko.

El espectralismo nace en París, en la década de los setenta, a partir de un grupo de compositores franceses agrupados en torno al ensemble L’Itinéraire. Entre sus objetivos está el hacer una música nueva que rompa definitivamente con la herencia serial y post-serial (incluida la de su compatriota Pierre Boulez) y el estructuralismo, beneficiándose para ello de la investigación reciente acerca del timbre musical, el acceso a la descomposición espectral del sonido y la psico-acústica. Su gran valor es adoptar el sonido como fuente de inspiración para componer obras musicales.


action pinting. Jackson Pollock

Los pintores americanos experimentan en procesos de pintura automática que denominan action painting, poniendo más énfasis en el acto de creación que en el objeto producido, como es el caso de Jackson Pollock (1912-1956). También centran su pintura en el juego de planos cromáticos, en la luminosidad, la vibración y la efervescencia del color, como sucede con Mark Rothko (1903-1970).

Los franceses conciben la obra musical como un proceso de crecimiento dinámico, e incluso como un proceso hecho de múltiples procesos, más que como una estructura de tipo objetual o monumental que haya que rellenar, y el sonido en todas sus dimensiones, como antes comentábamos, es el tema central de su trabajo.


Full Fanthom Five. Jackson Pollock

Si Pollock en Full Fanthom Five (1949) practica una mirada al interior de la materia plástica, Grisey en Partiels (1975) realiza una mirada al interior de la materia sonora, en concreto al contenido espectral de una nota grave de trombón, la nota mi, que es amplificado, como poderoso microscopio, por un ensemble de 18 instrumentos.


Partiels. Grisey: espectro de la nota mi grave de un trombón

Si Murail en Desintegrations (1982), una composición escrita para orquesta de cámara con electroacústica, despliega la obra musical como un proceso orgánico que se dilata, pareciendose a un estirado ovillo, con distorsiones complejas practicadas sobre la materia sonora de partida que ha sido extraída de una deconstrucción previa de los timbres de los instrumentos que intervienen, Pollock practica algo similar en Alchemy (1947) o en Enchanted Forest (1947), unos cuadros que aparecen cruzados por hilillos de pintura, en los que cada color experimenta su propia evolución en ritmo y en timbre, desplegando un movimiento rabioso sobre la superficie. En el caso distinto de Kooning, los hilos son cambiados por pinceladas gruesas de color, como en Composition (1955).

En ocasiones, los neoyorquinos emplean la figuración de manera residual o como medio de excitación para impulsar el cuadro hacia lo abstracto, aunque sabemos que hacia los años cincuenta dicha presencia casi había desaparecido.


Tristan Murail

Los compositores espectralistas se valen de sonidos humanos, como voces y cánticos, u otros rumores grabados de la naturaleza, ya sean gotas de lluvia, viento o romper de olas, como materiales de partida para una composición. Este es el caso de la obra titulada L’esprit des dunes (1992), para once instrumentos y electrónica, en la que Murail utiliza fragmentos de canto difónico, extraídos del folclore de las tierras de Mongolia y de Tuba, para diseñar y derivar los extensos procesos y episodios que acontecen. Pese a todo, dichos cantos, como se pretende, pocas veces llegan a percibirse con claridad, sino que constituyen ese impulso excitador que comentábamos, un medio inspirador y una fuente de recursos para la creación.

El espectralismo encuentra algunas de sus raíces lejanas en el impresionismo musical de principios de siglo, especialmente en lo que atañe a su preocupación por la investigación y el empleo creativo del timbre y el color sonoro, de cuyo renovado estudio derivan armonías e instrumentaciones. Las sonoridades llenas y vibrantes de estas armonías, definitivamente resonantes, caracterizan la música de estos compositores, y contrastan de manera contundente con las practicadas pocos años antes por las escuelas serialistas, que, a su lado, resultan débiles, forzadas y grises.

De manera similar, Mark Rothko, que se lanza a experimentar con el color y la luz, aunque eliminando poco a poco la figuración, se alimenta de Matisse y bebe de las fuentes del impresionismo pictórico, resultando por ello su pintura la más contemplativa de entre todos los miembros del grupo.


Orange and Yellow (1956). Mark Rothko

Las ideas de Rothko acerca de la expresión simple del pensamiento complejo o de ventana que se abre a la realidad desconocida cobran vida sonora en la obra de Tristan Murail. Cada pieza del compositor francés es también una mirada a los secretos más íntimos del timbre y una exploración hacia el interior de la materia sonora.

De este pequeño cúmulo de encuentros deducimos que no parecen estar tan lejos los unos de los otros. Tal vez porque los dilemas artísticos no se agoten fácilmente, y menos en períodos de tiempo tan cortos, y puede que se prolonguen hacia nuevas generaciones en la medida en que no hayan sido resueltos, incluso saltando, cómo no, hacia otras manifestaciones de la creación artística.

Aún así, hay muchas cosas, muchísimos argumentos que los separan, incluido el hecho de que los americanos son un grupo de artistas bohemios neoyorquinos de entreguerras, con sombrero, mientras que los franceses pertenecen a otro tipo de bohemios, de pelo largo, nacidos al albur de la revuelta del mayo francés, del movimiento hippie y de los profundos cambios sociales que se produjeron durante los años sesenta.


Entrevista a Erik Satie

Alfonso Vella


Cuanto más conozco a los hombres, más amo a los perros.
Erik Satie

No hay que curarse del opio, sino de la inteligencia.
Jean Cocteau


Después de prolongadas comunicaciones -cuya naturaleza no estoy autorizado a revelar- con un amable interlocutor de ultratumba, he alcanzado por fin la más quimérica de mis pretensiones: una cita con Erik Satie.

Siguiendo las instrucciones recibidas, tomo el tren nocturno Madrid-París, el metro a Montmartre, me adentro en Le Chat Noir, tomo asiento a una mesa esquinada y, cuando el camarero se acerca, susurro la contraseña convenida.

“Je comprend”, responde. Y agrega, ya en castellano: “espere aquí, por favor“.

El mítico cabaret donde Satie solía tocar el piano cada noche, el lugar donde -conjeturo- se escucharon por primera vez sus encantadoras canciones de café-concierto, sus valses cantados, presenta un aspecto muy diferente al de las fotografías y grabados que tantas veces he visto en mis libros queridos y gastados… o tal vez en mis ensoñaciones. Me entristece comprobar que su apariencia es semejante a la de esas insípidas cafeterías que pueden contarse por cientos en cualquiera de nuestras metrópolis.

El camarero se acerca y deposita sobre la mesa un zumo de naranja, un café con leche, dos croissants y un sobre cerrado con mi nombre escrito en letras góticas. Con amable firmeza me ordena: “Desayune primero, después abrirá el sobre, leerá su contenido y se marchará sin hacer preguntas. Está usted invitado“.

Obedezco. Rasgo el sobre y leo: “Bienvenido a París. Dispone de unas horas libres. Ocúpelas en lo que prefiera. A la una y media debe dirigirse a La Closerie des Lilas, 171 Boulevard du Montparnasse, allí tiene mesa reservada, aunque no a su nombre. Limítese a mostrar al maître el sobre que acaba de abrir“.

Salgo de Le Chat Noir. Vagabundeo un rato por los alrededores, veo el Moulin Rouge y varios establecimientos de lencería y artículos eróticos, cuyos escaparates no consiguen -por esta vez- despertar en mí ningún interés. Paseando el Boulevard de Clichy, descubro el Musée de L'Erotisme, pero no estoy para museos: mi cabeza anda en otro sitio, como es natural. Tomo el metro a Montparnasse, aunque aún es demasiado pronto para la cita.

Paseo sin rumbo fijo, hasta que llega la hora señalada. Alcanzo La Closerie, muestro el sobre al maître. Cabecea afirmativamente, con levedad, y sonríe satisfecho: “Tenga la bondad de seguirme, monsieur“. Se dirige a la terraza y se detiene a la entrada. Me dedica una mirada silenciosa, discreta, cómplice, que viene a decir: “A partir de aquí, usted sabe muy bien lo que debe hacer”.
Cuatro o cinco mesas están ocupadas por comensales silenciosos. Le veo al fondo, sentado a una mesa apartada. Aparenta unos 55 años (aunque pronto se cumplirá un siglo y medio desde su nacimiento), perilla y bigote canosos, quevedos, la cabeza casi calva, ladeada, mirándome con expresión inescrutable. Trago saliva. Me acerco despacio, pensando qué voy a decir. Cuando alcanzo su mesa, aún no se me ha ocurrido nada.

Es él quien habla, en perfecto castellano:

- Tome asiento, joven. Según tengo entendido, ha mostrado usted un desmedido interés por verme…
- Sí, bueno, yo…
- Déjese de balbuceos, muchacho.
- Yo… quisiera hacerle una entrevista.
- ¡Usted me sorprende! Si apenas concedía entrevistas en vida, ¿por qué iba a concederlas ahora, que estoy muerto?
- Lo siento… -digo estúpidamente, como dándole el pésame por su propia muerte.
- No se preocupe, joven, también usted lo estará… algún día. No es para tanto, créame… ¿Cuál es el propósito de su entrevista?
- Verá, yo…
- ¿Es usted periodista?
- No, soy músico…
- ¿Músico? Sea más explícito.
- Me da un poco de vergüenza decirlo.

Aquí, los ojos de Satie se inundan de alarma; advierto que tiene preparada una descarga de ira para arrojar sobre mí en el caso de que se confirme la sospecha que ha cruzado por su cabeza:

- ¿No será usted uno de esos profesores del Conservatorio de París? -pregunta, amenazante, los puños crispados, el rostro congestionado.
- No, nada de eso… toco el piano en un burdel -respondo, sonrojándome.
- ¡Pero eso es excelente! Es más o menos lo mismo que hacía yo, sobre todo cuando me veía obligado a visitar algunas distinguidas mansiones de esta ciudad. ¡Brindemos por ello! -y, dirigiéndose al camarero más próximo, añade:
- ¡Marcel, dos absentas! … ¡Menudo susto me ha dado usted, pollo! No conservo gratos recuerdos de ese conservatorio…
- Hábleme un poco de él.
- Era un lugar incómodo y bastante feo a la vista, una especie de local penitenciario, sin ningún atractivo por fuera, ni tampoco por dentro. Mi profesor de armonía opinaba que yo estaba dotado para el piano, mientras que mi profesor de piano consideraba que yo podía tener talento para la composición.
- Pero algo aprendería usted allí…
- Sí. Aprendí que debía olvidar casi todo lo que me habían enseñado. No resultó fácil, pero al fin lo conseguí.
- Cuando usted empezaba a componer, el público admiraba a Wagner, Richard Strauss, Mahler…
- Sí, no lo hacían mal. Pero seguían, aunque a su manera, un camino excesivamente transitado durante excesivo tiempo: excesiva experiencia. Y la experiencia es una forma de parálisis, una de las peores. Se tomaban, además, demasiado en serio a sí mismos, demasiado en serio la música, la vida… Ya sabe usted cómo son estos alemanes, siempre tan trágicos… Por otra parte, se inclinaban peligrosamente hacia la desmesura. ¡Aquellos cromatismos perpetuos, inacabables, uno detrás de otro, ¿qué digo?, uno encima de otro, cuánto impudor…! Y luego, esas orquestas de cuatrocientos músicos, ¡qué promiscuidad! … Su música no era mala, pas du tout, pero estaba repleta de cosas innecesarias. Y eso que Brahms, que tampoco era manco, ya les había prevenido: "No es difícil componer. Pero es extraordinariamente difícil dejar caer las notas superfluas bajo la mesa".
- Y aquí, en Francia, estaba Saint-Säens…

De nuevo el rostro de Satie se congestiona; sin tratar de disimular su ira, golpea la mesa con el vaso de absenta:

- ¡No le tolero que pronuncie ese nombre en mi presencia!
- … y Debussy -me apresuro a decir, probando a calmarle.
- Bueno, Claude era distinto. Un verdadero genio. Algo extraviado, sí, pero genio al fin. Luego llegó Ravel, que era… ¿cómo decirlo? … un Debussy plus épatant.
- Sin embargo, los compositores jóvenes le admiraban a usted: Poulenc, Milhaud, Honegger, Auric, Durey, la Tailleferre…
- Sí, eran chicos interesantes, por lo menos al principio, aunque tomaron trenes muy distintos.
- Tengo entendido que Auric acabó renegando de usted.
- ¿Y a mí qué? A fin de cuentas, casi prefiero no ser admirado por Auric: tiene muy mal gusto, el pobre.
- Usted utilizó algunos procedimientos muy audaces para su época: los acordes paralelos, por ejemplo, o la supresión de la barra de compás.
- ¿Y qué otra cosa podía hacer? Llegué al mundo muy joven en un tiempo muy viejo. Me aburría… -dice, con un velo de melancolía en la mirada.
- Tal vez Cocteau estaba pensando en usted al decir: “Cuando un artista se adelanta a su época, es ésta la que permanece atrasada”.
- Jean es muy capaz de aplicarme eso, desde luego.
- Porque usted no sólo fue un innovador sino, además, un vidente: adelantó fenómenos que sólo se harían comunes muchos años después: la banda sonora, la música de ambiente, el minimalismo… uno puede ver el germen de todo eso en su música.
- Bien dicho: el germen. Siempre he sostenido que hay que aprender a ver a lo lejos, a lo lejísimos. Yo no aprendí lo suficiente. De haber sabido el rumbo que tomaría luego la música de ambiente, o cierto minimalismo, no se me hubiese ocurrido ir por ahí dejando gérmenes tan… turbulentos, al alcance de cualquier desaprensivo.
- Usted rescató los modos medievales y les aportó un nuevo aire, también exploró la politonalidad y la atonalidad, y dio de lado a un principio formal casi sagrado: el desarrollo temático.
- Parece usted un lorito… ¿Todo eso hice yo? ¿Está seguro? Bueno, si usted lo dice…

No parece sentirse atraído por comentar los pormenores de su grandeza, así que tomo otro camino:
- A menudo se le reprocha que utilizase títulos absurdos para sus composiciones.
- Yo soy absurdo...
- Por ejemplo: Piezas en Forma de Pera. ¿Por qué ese título?
- Fue mi manera amable de responder a una observación de Debussy. Según Claude, yo cuidaba poco la “forma” de mis obras.
- ¿Y qué me dice de Verdaderos Preludios Flacos para un Perro?
- En relación con esa obra, en su momento escribí: “Se suplica a los que no entiendan que observen con el más respetuoso silencio y que muestren una completa actitud de sumisión, de total inferioridad. Ése es su verdadero papel”.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- La misma frase se puede aplicar a quienes no entienden el título.
- Touché...
- ¿Touché…? Es usted generoso consigo mismo.
- Hay un detalle que siempre me ha llamado la atención.
- Usted dirá…
- La mayor parte de su producción es para piano…
- ¿¡Producción!? ¿Pero qué dice usted, insensato? ¿Acaso cree que yo fabricaba tornillos? ¿O longanizas? ¡Pro-duc-ción! -repite, con infinito desprecio en su rostro, arrugando la nariz, como para atenuar una pestilencia pasajera pero inadmisible- Por lo que veo, el consumo ha terminado ya hasta con el lenguaje… ¡y ustedes ni se enteran!
- Discúlpeme…
- Lo siento, joven. No puedo aceptar sus disculpas. Exijo una satisfacción. Queda usted retado a duelo. Elija armas…

No me atrevo siquiera a imaginar que esté hablando en serio, pero por si acaso procuro escabullirme:

- … ¿Podría ser una partida de ajedrez?
- Veo que es usted un valiente -dice, entre grandes carcajadas-. Está bien, será como usted quiere. Mañana al amanecer. Como parte ofendida, llevaré las piezas blancas.
- …Quise decir que la mayor parte de su creación es para piano.
- ¿Y bien…? -pregunta, ajustándose los quevedos a la nariz con su dedo índice.
- Resulta paradójico, ya que en cierta ocasión usted dijo: “El piano, como el dinero, no resulta agradable más que a quien lo toca”.
- ¿Ha oído usted hablar de Baudelaire?
- Un poco…
- Pues bien, grábese en la cabezota esta verdad que nos regaló: “Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo, y con tanta complacencia, se han olvidado dos de bastante importancia: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse”.
- ¿A marcharse?
- A suicidarse. Se trata de un eufemismo. No parece usted muy espabilado que digamos, hay que dárselo todo masticado. ¿De verdad toca el piano en un burdel? Cada vez lo dudo más… parece usted más bien un profesor, yo incluso diría que de Armonía.
- Me gustaría hablar de su ballet Parade. He leído que el estreno fue un escándalo.
- Sí -ríe, complacido-, se armó una buena… allí estábamos todos: Diaghilev, Picasso, Cocteau, Massine… cada uno puso su granito… incluso Apollinaire, que se inventó para el programa de mano ese amable término, “surrealismo”, que luego dio tanto juego.
- Dicen los libros que hubo hasta puñetazos en el patio de butacas.
- Le aseguro que los hubo…
- Tal vez, parte del público no comprendió que usted introdujera en la orquesta una máquina de escribir, una rueda de lotería, un revólver…
- ¿Y qué quiere usted? ¿Que pusiera más violines? Las máquinas de escribir, al menos, no desafinan.
- Ya. ¿Y el revólver?
- Bueno, no intervenía demasiado, pero supuso una aportación tímbrica bastante juiciosa, lo cual resulta extraño en mí. Había que saber dispararlo en el momento justo, no podía dejar eso en manos de cualquiera: después de descartar a un percusionista, un contrabajista, un general retirado, un gendarme en activo y una bailarina, se lo confié al tramoyista, un muchacho de Lyon que era bizco… lo hizo bastante bien. Picasso se agarró un berrinche monumental: pretendía dispararlo él mismo; naturalmente, me opuse... Este Pablo … Si con un pincel en la mano fue capaz de hacer el Guernica, imagíneselo con una pistola ... Ni hablar.
- Pero el Guernica lo pintó Picasso muchos años después…
- Después, antes, arriba, abajo, aquí, allí… -dice, en tono burlón, y agrega:- Todo es relativo, mi joven amigo. Y el tiempo, desde luego, no existe.
- ¿No?
- Por supuesto que no. Se trata tan sólo de un invento humano, con esta consecuencia principal: se comprende peor la Realidad.

Un tanto inquieto por los derroteros que va tomando la conversación, pruebo a encauzarla de nuevo hacia Parade. Recuerdo el incidente entre Jean Poueigh y Satie. Sin pronunciar nombres (no vaya a ser que me caiga otro duelo), procuro que me hable de ello.

- Siguiendo con Parade: la crítica no se portó demasiado bien…
- ¿Se refiere usted al tarado de Poueigh? No, no se portó bien. Una ingratitud por su parte, porque Parade sí se portó bien con él: de no ser por mi ballet, hoy nadie recordaría su nombre.
- ¿Hasta qué punto le molestó la crítica?
- Si quiere saber la verdad, no me molestó en absoluto. Recuerde que no ofende quien quiere, sino quien puede. Poueigh era un sujeto inofensivo, incluso grotescamente divertido: cuando se ponía nervioso, enseguida empezaba a temblar, su rostro adquiría el aspecto de un sapo, y le salía una voz muy cómica, como de vicetiple insatisfecha… usted ya me entiende.
- ¿Es cierto todo eso? -pregunto, con más sorpresa que incredulidad.
- ¡No! Pero ¿qué quiere usted? ¿Que le monte un altar? ¿Que le cante nanas cuando se desvele? ¿Que le regale bombones por su cumpleaños?
- Ya...
- En cualquier caso, no podía consentir que la cosa quedara así, por eso le envié esa tarjeta postal -y aquí no puede Satie evitar reírse de su propia travesura- que decía: “Señor, usted es sólo un culo. Pero un culo sin música”.
- Y, por ello, fue usted condenado a ocho días de cárcel…
- … Que no cumplí - dice, con una hermosa sonrisa triunfadora.
- Stravinsky, en cambio, apreciaba mucho Parade.
- ¡Sesenta mil satanases se le lleven! ¿Con qué derecho compara usted al gran Igor con ese chupacharcos?
- Cierto... Todas las comparaciones son odiosas.
- Todas no, pero la suya podríamos presentarla a un concurso, con razonables expectativas de éxito…

Satie bebe la absenta a tragos cortos y espaciados, y fuma sin parar.

- ¿Siempre fuma usted tanto?
- ¿Le preocupa mi salud? Pierde usted el tiempo, joven, le recuerdo que ya estoy muerto. Sepa, además, que mi médico siempre me aconsejaba: “Fume, amigo mío; si no, otro fumará en su lugar“.
- Ya que está usted…
- …Muerto. Dígalo tranquilamente, pollo.
- Ya que está usted muerto, ¿de verdad existen Cielo e Infierno?
- No, pero existen Bach y Karajan… viene a ser lo mismo.
- ¿Podríamos hablar acerca de Suzanne Valadon?

Sujeta con ambas manos su corazón, como para aliviar un dolor superlativo, en su rostro surge la expresión de un niño huérfano, y musita con esfuerzo:

- Ah…! Suzanne… mon amour... Hay cuestiones que un caballero jamás debe hacer públicas ... Ahora, mi joven amigo, debo irme -y comienza a desvanecerse.
- Pero, espere un momento, yo todavía necesito hacerle más preguntas… ¿y nuestra partida de ajedrez? ¿y…?

No hay manera: mantiene silencio mientras se desvanece gradualmente, lo mismo sucede con su vaso y con el cenicero que ha estado utilizando. Antes de desaparecer por completo alcanza a susurrar, con una enigmática sonrisa:

- Tendremos otra cita antes de lo que usted piensa, será puntualmente avisado.

Vuelvo la cabeza hacia las otras mesas, buscando testigos del acontecimiento, limosneando adhesiones a mi estupor… pero nadie parece haber reparado en su desaparición, tal vez nadie reparó tampoco en su presencia. El maître se aproxima a mí como si nada hubiera ocurrido, con su libreta preparada.

Con mi torpe francés, pido côtteletes d’agneau en sagnant y una botella de Château Lafite-Rothschild, un día es un día.

Presiento que voy a tener una tarde movidita en mis profundidades, hasta que tome el tren nocturno de regreso, y aun después...