Óscar Prados Sillero
Hay compositores cuyo máximo temor es el de plagiarse a sí mismos. Entre esa postura y la de los que no tienen inconveniente en escribir (casi reescribir) sin preocuparse de disimular el olor a aceite usado que desprende su música, hay infinidad de gradaciones. Muchas de las recurrencias son conscientes y deliberadas, tan sólo se espera que pasen inadvertidas, o, simplemente, no se les da importancia. Sin embargo, no todos los pasajes que un compositor escribe y que parecen calcados de una obra anterior son fruto de una intencionalidad más o menos encubierta, sino que con frecuencia son “sugeridos” por alguno de los marcos sustentadores en los que se desenvuelve la música. Uno de estos marcos, por ejemplo, es el texto, si lo hay. Compárese la semejanza rítmica de estos extractos:
El texto es un parámetro capaz de ofrecer soluciones a todos los compositores en su conjunto, dada la universalidad del lenguaje (o al menos la del texto de la misa), especialmente en lo que se refiere al ritmo (1). Pero esto es una excepción, pues la mayoría de los parámetros sólo ejercen una influencia sobre cada compositor en particular. Del contacto entre el compositor como individuo aislado y la materia propia de su labor surge el mundo al que él pretende dar forma. Por ejemplo, aunque la instrumentación proporcione puntos de encuentro extendidos a toda la comunidad musical (como el pianístico bajo de Alberti, exportado después al cuarteto de cuerda y a la orquesta), es un aspecto muy personal de la escritura. Preferimos decir que el universo “surge”, porque que el autor no es dueño de todo lo que compone su obra, sino que, en mayor o menor medida, tiene que dialogar con la materia que es objeto de su arte. E igual que no podemos librarnos con facilidad de expresiones que repetimos constantemente al hablar, o, en un nivel superior, de determinadas construcciones gramaticales cuando escribimos, es normal que al componer no podamos evitar que nos vengan a la cabeza respuestas aprendidas sin quererlo, resortes escondidos que se activan por obra del oculto mecanismo de nuestra mente. Y es que no todo lo que se plasma en el papel pautado nace de una reflexión sesuda.
El asunto está más claro cuando hablamos de improvisación. ¿Cuántas horas necesita un improvisador para interiorizar los patrones melódicos y armónicos que luego empleará durante un concierto? Siempre se dice que improvisar es componer en el instante. ¿Por qué no podemos afirmar que componer es improvisar en un instante dilatado? ¿Acaso el componer lo coloca a uno fuera del alcance de las respuestas automatizadas?
En este artículo analizaremos el papel de las tonalidades como generadoras de recurrencias. Dejaremos a un lado el problema de la caracterización de las tonalidades (la controvertida teoría según la cual ciertos tonos servirían para expresar ciertos estados de ánimo), para ocuparnos únicamente de las posibles implicaciones formales de la elección de la tonalidad. En resumen, juzgaremos si una tonalidad determinada puede conducir a un compositor por determinados caminos, distintos a los que sugeriría otra. ¿Podemos incluir a la tonalidad entre los parámetros capaces de provocar lo que denominaremos “lugares comunes”? Si es así, ¿cuál es su grado de influencia?
Algunas consideraciones acerca de la tonalidad
Una tonalidad es, a fin de cuentas, un terreno sobre el que se despliega la música. Con la adopción del temperamento igual, aumentó el número de tonos disponibles, y los músicos tuvieron que aprender a manejarse en aquellos que hasta entonces habían sido impracticables a causa de cuestiones relativas a la afinación que no describiremos aquí.
El dominio del teclado fue hasta hace bien poco parte indispensable de la formación del compositor, y ello, unido a la propia lógica de la enseñanza, hace que, aún hoy, la tonalidad de Do mayor sea el punto de partida desde el cual muchos músicos hacen crecer su sistema tonal, “conquistando” las demás tonalidades. Salvo que uno se proponga conscientemente lo contrario, se pasa más tiempo tocando (y pensando) en Do mayor o re menor que en Fa sostenido mayor o sol sostenido menor, y ello deviene inevitablemente en que los tonos con menor número de alteraciones en la armadura acaban por ser más fáciles de leer y comprender y que, por ende, resulte más sencillo escribir en ellos, pues los mecanismos mentales se han hecho con la práctica más rápidos, más cómodos y más seguros. Todo ello, sin menoscabo de la habilidad y de la capacidad particular del músico: el mismo Bach escribió un Preludio y Fuga en Do mayor que acto seguido transportó a Do sostenido mayor para convertirlo en el tercero de los que componen el primer volumen de El Clave bien temperado.
La improvisación, práctica habitual antaño, el estudio de obras de otros autores y la exploración individual eran los medios por los cuales el joven músico se hacía con las distintas tonalidades. A este respecto, el órgano y el piano tienen una cualidad fundamental: cada tonalidad tiene una orografía única. De este modo, la práctica instrumental se convierte en un refuerzo de gran importancia en el proceso de individuación de las tonalidades, ya que cada una es diferente de las demás, no sólo conceptualmente, sino también de un modo visual y tangible. Se da entonces la paradójica situación de que las tonalidades son todas distintas entre sí, pero al mismo tiempo, gracias al sistema temperado, todas iguales. Esta circunstancia tiene, como es de esperar, sus consecuencias. Manejarse en los veinticuatro tonos mayores y menores(2) no es muy diferente de hablar veinticuatro idiomas distintos, relacionados de forma cruzada, ya que la mayoría de las “palabras” (acordes) se repiten con un significado distinto en las demás tonalidades: tenemos veinticuatro maneras diferentes de decir “acorde de tónica”, cada una en su contexto, y sólo doce de decir “acorde de séptima de dominante”. Eso sí, con la salvedad de que, conociendo una tonalidad, ya se puede “hablar” en todas las demás, mediante el procedimiento del transporte, por ejemplo. De todos modos, el asunto no es tan sencillo como parece, y la experiencia acaba por convencer al músico de que tiene que terminar por conocer todos los tonos uno a uno si no quiere sentirse especialmente incómodo, ya sea leyendo música, componiéndola o improvisándola.
Aun pudiendo ser cierto, no discutiremos aquí si la disposición de las notas en el teclado puede facilitar determinados giros armónicos en una tonalidad o, más bien, dificultar otros que sí sean sencillos y directos en otras tonalidades. Porque, sin necesidad de ello, aunque dispusiéramos de un “teclado perfecto” en el que ningún tono se viera favorecido o perjudicado en sus posibilidades, podemos asegurar que las tonalidades son menos inocuas de lo que parecen para el desarrollo de una obra musical, pese a estar concebidas como lienzos anónimos sobre los que plasmamos la música. A causa de nuestra tendencia al hábito, las respuestas interiorizadas tras años de formación y de experimentación afloran en el momento en que se les da la oportunidad, en una mezcla de intuición, instinto y conocimiento consciente, y resulta inevitable que una tonalidad estimule la imaginación del compositor en una o más direcciones determinadas, y que, con ello, broten lugares comunes. Probablemente, el surgimiento espontáneo de recurrencias es debido a una conjunción de factores, pero uno de los más importantes es la práctica instrumental, motor de la composición en gran parte de los casos, pero, a veces, un lastre. Berlioz escribe en sus Memorias:
Tonalidad y recurrencia
Pretender que una tonalidad dada tenga poder como para determinar la forma de una pieza a gran escala es quizá demasiado ambicioso. Sobre todo si se tiene en cuenta que, instaurado ya plenamente el sistema temperado, los tipos formales principales del siglo XVIII estaban fijados con bastante precisión en casi todos sus aspectos básicos, lo que los colocaba fuera del radio de influencia de la tonalidad escogida, que pasaba a ser un elemento accesorio.(4) Donde se perciben sus efectos con más claridad es en la pequeña y la mediana dimensión (seguimos aquí la terminología de Jan LaRue(5) ), es decir, en el momento de decidir qué acordes siguen a cuáles y a la hora de realizar alguna modulación pasajera sin implicaciones formales de importancia. Ya en 1926, Hermann Abert publicó un artículo analizando temas de las fugas de Bach para demostrar que existía una relación muy estrecha entre la tonalidad y la estructura melódica, lo que para él significaba que ciertas tonalidades despertaban en Bach la tendencia a utilizar determinados modelos melódicos.(6) Si le ocurre a Bach, ¿por qué no va a ocurrirle lo mismo a los demás?
Aunque limitemos las posibilidades de influencia de la tonalidad escogida a la pequeña dimensión, no podemos pasar por alto que, en ocasiones, un elemento que parece “de corto alcance” puede desencadenar consecuencias insospechadas y puede tener más importancia de la que se le concedería a primera vista, como veremos más abajo.
Un caso concreto
Que un compositor tenga tendencia a determinados giros armónicos cuando escribe en una tonalidad determinada no es signo inequívoco de falta de imaginación o de capacidad, es, simplemente, una consecuencia natural e inherente a toda acción humana: el hábito. Por otro lado, hay que ser algo ingenuo como para pensar que a un compositor se le escapan estas recurrencias. Puede que escriba involuntariamente algunas de ellas, pero es muy improbable que rechace un hallazgo armónico para la composición de una sinfonía porque sea consciente de que ya había sido utilizado para una sonata para violín y piano. Sirva este ejemplo de Beethoven, citado frecuentemente:
¿Acaso no recordaba Beethoven los compases que abren su Sonata op. 57, publicada tan sólo tres años antes? Son estos:
Si no tenía reparo alguno en caer en paralelismos tan evidentes(7) (y, en realidad, no hay ninguna razón seria para hacerlo), aún menos en otros casos, como el que mostramos a continuación, bastante más escondido(8):
Si bien al principio desmarcamos el tema que nos ocupa del de la caracterización de las tonalidades, es cierto que no son tan independientes como parecen. Por ejemplo, no es fácil desvincular la predilección que siente Beethoven por la región de la napolitana cuando escribe en do sostenido menor o en fa sostenido menor de una posible identificación de estos tonos con lo dramático y con el dolor extremo.(9) Llega a utilizar tanto la región del segundo grado rebajado aquí, que no sabemos si tratarlo como un lugar común espontáneo asociado a estas tonalidades (un “reflejo” al escribir en esos tonos) o como elemento expresivo cuyo origen estaría en la teoría de la caracterización de las tonalidades (lo que entonces sí podríamos calificar como un uso “puro” de la napolitana, no ligado a la costumbre, aunque sí a otras razones). La caracterización de las tonalidades posee concomitancias con el asunto de los lugares comunes debidos al hábito, pero actúa en un momento distinto del proceso de composición: si el compositor es consciente de lo distintos estados de ánimo que para él representan las tonalidades, elige primero el carácter que quiere imprimir a la música, y luego busca la tonalidad adecuada; una vez escogida la tonalidad es cuando surgen los lugares comunes, recursos y giros particulares que el compositor puede aceptar o rechazar.
Pero examinemos con más detenimiento este otro caso:
Es difícil explicar como una coincidencia las similitudes: en todos ellos, en la menor, aparece un giro hacia el relativo, Do mayor, introducido por el movimiento desde la tónica del tono principal hacia la dominante de Do mayor, a modo de breve enfatización dentro de la frase musical. Podríamos incluir en esta serie de ejemplos otros muchos pasajes similares, que omitiremos aquí para ahorrar espacio, como serían el episodio en la menor del tercer movimiento del Triple Concierto op. 56, la Variación XIII de las Variaciones sobre un Vals de Diabelli op. 120, el Minore de la segunda de las Bagatelas op. 33, los compases 223 y siguientes del último movimiento de la Sonata para violín y piano en la menor op. 23, etc.
Beethoven apenas utiliza este giro en otras tonalidades(10), y, en cualquier caso, nunca con tanta frecuencia como en la menor. Téngase en cuenta, por ejemplo, que sólo hay un movimiento sinfónico de este autor escrito en esta tonalidad (el citado en el ejemplo), y que, de las treinta y dos sonatas para piano, tan sólo una posee un movimiento en la menor (la introducción al último movimiento de la Sonata en La mayor, op. 101, que, por cierto, también incluye un giro al relativo mayor del tipo que estamos describiendo). No escribió Beethoven tanta música en la menor como podría pensarse, por lo que la representatividad de los fragmentos escogidos es bastante alta.
El giro hacia el relativo mayor es muy frecuente, por no decir normativo, en las relaciones armónicas a mediana y gran escala, como las que se establecen entre los grupos primero y segundo de la exposición en una forma de movimiento de sonata. Lo que tienen de particular los ejemplos citados es que la relación armónica se produce a pequeña escala(11), y, además, de un modo concreto, por desplazamiento desde la tónica menor hacia la dominante del relativo, incluyendo o no una dominante de ésta (como el ejemplo de la Sinfonía) y una prolongación por medio de un acorde de cuarta y sexta cadencial. El procedimiento particular de enfatización es importante y lo vemos como característico, pues, por ejemplo, cuando Beethoven escribe un giro en sol menor hacia el relativo (enfatizando Si bemol mayor), suele hacerlo de un modo diferente, utilizando el IVº grado (IIº en Si bemol mayor) como enlace, generalmente.
Recoger todos los lugares comunes de la obra de Beethoven dependientes de la tonalidad sería una tarea ardua, pero no dejaría de ser un simple aunque original pasatiempo si no se intentara desentrañar cada caso particular y llegar hasta las raíces más profundas de cada una de las posibles recurrencias. En el ejemplo que acabamos de exponer, se diría que, de alguna manera, la tonalidad de la menor se desborda e inunda la del vecino Do mayor, como si Do mayor ya formara parte de la menor. Es significativo que la mayoría de las formas de mediana y gran extensión que Beethoven escribió en la menor buscan un tono distinto al relativo mayor para crear la disonancia estructural, ya sea como segundo grupo en una exposición de sonata o como final de la subsección inicial de un scherzo, prefiriendo casi siempre mi menor, la dominante menor(12): los primeros movimientos de las dos sonatas para violín en la menor, op 23 y op. 47, “Kreutzer”, ambos con forma sonata, siguen este principio, igual que los scherzi de las Sonatas para violoncello y piano op. 69 y op. 102, nº 1, por ejemplo. Por el contrario, prácticamente ninguno de los movimientos escritos en do menor se desplaza hacia su dominante menor, sol menor. Es como si la tonalidad de la menor fuera para Beethoven un tono “gastado”, que busca incorporar al relativo mayor como compensación, por lo que la tensión tonal necesaria para crear la direccionalidad armónica a gran escala es buscada en otra tonalidad diferente. Do mayor es demasiado débil como para tensar el arco tonal en la menor, y sin embargo, Mi bemol mayor parece no tener problemas para servir de contrapeso a do menor. Vemos que el temperamento igual tardó más tiempo del que pensamos para poner a todas las tonalidades al mismo nivel. Los compositores de las generaciones siguientes (Schubert, Schumann, Chopin,…) serán los que, explorando los terrenos tonales poco transitados, escribirán sin temor las relaciones más alejadas en todos los tonos. La ampliación del espacio tonal culminó en la madurez del siglo XIX, pero, curiosamente, esa extensión, en sus orígenes (Beethoven), no se había producido en todas las tonalidades al mismo tiempo. Los hallazgos que se hacían en Do mayor o mi menor, se exportarían después a la bemol menor o Re bemol mayor. La mayor frecuencia relativa con la que aparecen tonos remotos en el siglo XIX responde no sólo al interés por lo exótico, lo lejano y lo desconocido de los románticos, sino también a la misma necesidad de huida que probablemente sentía Beethoven al escribir en tonalidades con “demasiada historia”, como Do mayor y la menor, (y no al escribir en La bemol mayor, por ejemplo). Así, muchas armonías decimonónicas parecen perder gran parte de su magia, por lo menos para la vista, cuando son transportadas, como se hizo en muchas ediciones de partituras pianísticas para acercarlas a los aficionados burgueses, evitando así que naufragaran en un mar de bemoles o sostenidos.
La inmensa mayoría de las formas de movimiento de sonata escritas por Beethoven en las que el segundo grupo de temas está en una tonalidad “anómala” en la práctica habitual del Clasicismo (cualquiera que no sea la dominante en el caso de las tonalidades mayores o el relativo mayor en el caso de las menores) están escritos en tonalidades que podríamos calificar como “cómodas”. Una tonalidad con pocas alteraciones parece invitar a buscar nuevas soluciones. Habría quien afirmaría que, más bien, fuerza a ello. Es lógico pensar que Beethoven prefería escribir una modulación a la mediante superior en Do mayor (modulación a Mi mayor) que en Mi mayor (modulación a La bemol mayor, enarmónico del impracticable Sol sostenido mayor). Como es natural (y si no fuera así, el asunto resultaría extremadamente sospechoso), hay excepciones. La relación entre fa menor y Re bemol mayor del primer movimiento del Cuarteto op. 94 o la de la más temprana, y por ello más sorprendente, entre do sostenido menor y sol sostenido menor del tercer movimiento de la Sonata para piano op. 27 nº 2 son pruebas de que la incomodidad relativa de una tonalidad determinada no es óbice para desestimar la oportunidad de escapar a la tradición y buscar nuevas vías, e incluso puede llegar a ser un aliciente, dependiendo del caso y de múltiples circunstancias. Sobre todo para un compositor entre cuyas aficiones se encontraba el transporte a vista de los preludios y fugas de El Clave bien temperado, ejercicio tan duro como útil.
¿Y qué?
Hemos expuesto aquí someramente algunas de las caras que adopta la costumbre en el acto de la composición. Quizás a veces nos resulte molesto el comprobarlo, pues la palabra “costumbre” nos parece demasiado fea como para utilizarla cuando estamos hablando del Arte con mayúsculas. Toda partitura, como hecho humano que es, está plagada de hábitos. Y los hábitos traen recurrencias. Pero, aún encontrándonos con ejemplos como los que hemos recogido aquí, y aún aceptando en ellos la influencia de la rutina, tan sólo podemos concluir que determinadas circunstancias compositivas (escogidas, provocadas, casuales o impuestas), como es el caso de la tonalidad, pueden favorecer la aparición de lugares comunes, y afortunadamente sólo eso, favorecerlos. Tomando prestada una frase de aparición frecuente cuando se habla de genética, “heredamos predisposiciones, no destinos”.
En el momento en que un lugar común carece aparentemente de una causa oscura o incómoda que lo origine, entonces adquiere la categoría de “rasgo estilístico”. Ya que suponemos que la frecuencia con la que Brahms construye en sus últimos años melodías mediante sucesiones de terceras, ascendentes o descendentes(13), no se debe a la casualidad ni a la rutina, consideramos que éstas forman parte de su estilo tardío. Quizás sea porque, al tener la apariencia de elección consciente, queda descartada toda acción de la casualidad y del hábito, personajes éstos demasiado mundanos como para que queramos verlos andurrear por el Parnaso en que situamos a los elegidos.
El saber hasta qué punto somos esclavos de la costumbre, también en el ámbito de la creación musical, no debe inquietarnos, al menos siempre que sepamos aceptar que la música no siempre es tan limpia, tan pura y tan apolínea en su evolución y desarrollo como muchos libros pretenden hacernos creer, sino que está llena de laberintos y encrucijadas para los que cualquier explicación resulta siempre parcial y simplista. Incluida ésta, naturalmente.
El texto es un parámetro capaz de ofrecer soluciones a todos los compositores en su conjunto, dada la universalidad del lenguaje (o al menos la del texto de la misa), especialmente en lo que se refiere al ritmo (1). Pero esto es una excepción, pues la mayoría de los parámetros sólo ejercen una influencia sobre cada compositor en particular. Del contacto entre el compositor como individuo aislado y la materia propia de su labor surge el mundo al que él pretende dar forma. Por ejemplo, aunque la instrumentación proporcione puntos de encuentro extendidos a toda la comunidad musical (como el pianístico bajo de Alberti, exportado después al cuarteto de cuerda y a la orquesta), es un aspecto muy personal de la escritura. Preferimos decir que el universo “surge”, porque que el autor no es dueño de todo lo que compone su obra, sino que, en mayor o menor medida, tiene que dialogar con la materia que es objeto de su arte. E igual que no podemos librarnos con facilidad de expresiones que repetimos constantemente al hablar, o, en un nivel superior, de determinadas construcciones gramaticales cuando escribimos, es normal que al componer no podamos evitar que nos vengan a la cabeza respuestas aprendidas sin quererlo, resortes escondidos que se activan por obra del oculto mecanismo de nuestra mente. Y es que no todo lo que se plasma en el papel pautado nace de una reflexión sesuda.
El asunto está más claro cuando hablamos de improvisación. ¿Cuántas horas necesita un improvisador para interiorizar los patrones melódicos y armónicos que luego empleará durante un concierto? Siempre se dice que improvisar es componer en el instante. ¿Por qué no podemos afirmar que componer es improvisar en un instante dilatado? ¿Acaso el componer lo coloca a uno fuera del alcance de las respuestas automatizadas?
En este artículo analizaremos el papel de las tonalidades como generadoras de recurrencias. Dejaremos a un lado el problema de la caracterización de las tonalidades (la controvertida teoría según la cual ciertos tonos servirían para expresar ciertos estados de ánimo), para ocuparnos únicamente de las posibles implicaciones formales de la elección de la tonalidad. En resumen, juzgaremos si una tonalidad determinada puede conducir a un compositor por determinados caminos, distintos a los que sugeriría otra. ¿Podemos incluir a la tonalidad entre los parámetros capaces de provocar lo que denominaremos “lugares comunes”? Si es así, ¿cuál es su grado de influencia?
Algunas consideraciones acerca de la tonalidad
Una tonalidad es, a fin de cuentas, un terreno sobre el que se despliega la música. Con la adopción del temperamento igual, aumentó el número de tonos disponibles, y los músicos tuvieron que aprender a manejarse en aquellos que hasta entonces habían sido impracticables a causa de cuestiones relativas a la afinación que no describiremos aquí.
El dominio del teclado fue hasta hace bien poco parte indispensable de la formación del compositor, y ello, unido a la propia lógica de la enseñanza, hace que, aún hoy, la tonalidad de Do mayor sea el punto de partida desde el cual muchos músicos hacen crecer su sistema tonal, “conquistando” las demás tonalidades. Salvo que uno se proponga conscientemente lo contrario, se pasa más tiempo tocando (y pensando) en Do mayor o re menor que en Fa sostenido mayor o sol sostenido menor, y ello deviene inevitablemente en que los tonos con menor número de alteraciones en la armadura acaban por ser más fáciles de leer y comprender y que, por ende, resulte más sencillo escribir en ellos, pues los mecanismos mentales se han hecho con la práctica más rápidos, más cómodos y más seguros. Todo ello, sin menoscabo de la habilidad y de la capacidad particular del músico: el mismo Bach escribió un Preludio y Fuga en Do mayor que acto seguido transportó a Do sostenido mayor para convertirlo en el tercero de los que componen el primer volumen de El Clave bien temperado.
La improvisación, práctica habitual antaño, el estudio de obras de otros autores y la exploración individual eran los medios por los cuales el joven músico se hacía con las distintas tonalidades. A este respecto, el órgano y el piano tienen una cualidad fundamental: cada tonalidad tiene una orografía única. De este modo, la práctica instrumental se convierte en un refuerzo de gran importancia en el proceso de individuación de las tonalidades, ya que cada una es diferente de las demás, no sólo conceptualmente, sino también de un modo visual y tangible. Se da entonces la paradójica situación de que las tonalidades son todas distintas entre sí, pero al mismo tiempo, gracias al sistema temperado, todas iguales. Esta circunstancia tiene, como es de esperar, sus consecuencias. Manejarse en los veinticuatro tonos mayores y menores(2) no es muy diferente de hablar veinticuatro idiomas distintos, relacionados de forma cruzada, ya que la mayoría de las “palabras” (acordes) se repiten con un significado distinto en las demás tonalidades: tenemos veinticuatro maneras diferentes de decir “acorde de tónica”, cada una en su contexto, y sólo doce de decir “acorde de séptima de dominante”. Eso sí, con la salvedad de que, conociendo una tonalidad, ya se puede “hablar” en todas las demás, mediante el procedimiento del transporte, por ejemplo. De todos modos, el asunto no es tan sencillo como parece, y la experiencia acaba por convencer al músico de que tiene que terminar por conocer todos los tonos uno a uno si no quiere sentirse especialmente incómodo, ya sea leyendo música, componiéndola o improvisándola.
Aun pudiendo ser cierto, no discutiremos aquí si la disposición de las notas en el teclado puede facilitar determinados giros armónicos en una tonalidad o, más bien, dificultar otros que sí sean sencillos y directos en otras tonalidades. Porque, sin necesidad de ello, aunque dispusiéramos de un “teclado perfecto” en el que ningún tono se viera favorecido o perjudicado en sus posibilidades, podemos asegurar que las tonalidades son menos inocuas de lo que parecen para el desarrollo de una obra musical, pese a estar concebidas como lienzos anónimos sobre los que plasmamos la música. A causa de nuestra tendencia al hábito, las respuestas interiorizadas tras años de formación y de experimentación afloran en el momento en que se les da la oportunidad, en una mezcla de intuición, instinto y conocimiento consciente, y resulta inevitable que una tonalidad estimule la imaginación del compositor en una o más direcciones determinadas, y que, con ello, broten lugares comunes. Probablemente, el surgimiento espontáneo de recurrencias es debido a una conjunción de factores, pero uno de los más importantes es la práctica instrumental, motor de la composición en gran parte de los casos, pero, a veces, un lastre. Berlioz escribe en sus Memorias:
La práctica del piano me ha frustrado a menudo; me sería útil en algunas circunstancias; pero, si considero la pasmosa cantidad de vulgaridades que el piano facilita, vulgaridades vergonzosas que la mayor parte de sus autores no podrían escribir si estuviesen privados de su “caleidoscopio musical” y no tuvieran más que pluma y papel, no puedo dejar de dar gracias a la fortuna, que me ha puesto en la necesidad de escribir silenciosa y libremente.(3)
Tonalidad y recurrencia
Pretender que una tonalidad dada tenga poder como para determinar la forma de una pieza a gran escala es quizá demasiado ambicioso. Sobre todo si se tiene en cuenta que, instaurado ya plenamente el sistema temperado, los tipos formales principales del siglo XVIII estaban fijados con bastante precisión en casi todos sus aspectos básicos, lo que los colocaba fuera del radio de influencia de la tonalidad escogida, que pasaba a ser un elemento accesorio.(4) Donde se perciben sus efectos con más claridad es en la pequeña y la mediana dimensión (seguimos aquí la terminología de Jan LaRue(5) ), es decir, en el momento de decidir qué acordes siguen a cuáles y a la hora de realizar alguna modulación pasajera sin implicaciones formales de importancia. Ya en 1926, Hermann Abert publicó un artículo analizando temas de las fugas de Bach para demostrar que existía una relación muy estrecha entre la tonalidad y la estructura melódica, lo que para él significaba que ciertas tonalidades despertaban en Bach la tendencia a utilizar determinados modelos melódicos.(6) Si le ocurre a Bach, ¿por qué no va a ocurrirle lo mismo a los demás?
Aunque limitemos las posibilidades de influencia de la tonalidad escogida a la pequeña dimensión, no podemos pasar por alto que, en ocasiones, un elemento que parece “de corto alcance” puede desencadenar consecuencias insospechadas y puede tener más importancia de la que se le concedería a primera vista, como veremos más abajo.
Un caso concreto
Que un compositor tenga tendencia a determinados giros armónicos cuando escribe en una tonalidad determinada no es signo inequívoco de falta de imaginación o de capacidad, es, simplemente, una consecuencia natural e inherente a toda acción humana: el hábito. Por otro lado, hay que ser algo ingenuo como para pensar que a un compositor se le escapan estas recurrencias. Puede que escriba involuntariamente algunas de ellas, pero es muy improbable que rechace un hallazgo armónico para la composición de una sinfonía porque sea consciente de que ya había sido utilizado para una sonata para violín y piano. Sirva este ejemplo de Beethoven, citado frecuentemente:
¿Acaso no recordaba Beethoven los compases que abren su Sonata op. 57, publicada tan sólo tres años antes? Son estos:
Si no tenía reparo alguno en caer en paralelismos tan evidentes(7) (y, en realidad, no hay ninguna razón seria para hacerlo), aún menos en otros casos, como el que mostramos a continuación, bastante más escondido(8):
Si bien al principio desmarcamos el tema que nos ocupa del de la caracterización de las tonalidades, es cierto que no son tan independientes como parecen. Por ejemplo, no es fácil desvincular la predilección que siente Beethoven por la región de la napolitana cuando escribe en do sostenido menor o en fa sostenido menor de una posible identificación de estos tonos con lo dramático y con el dolor extremo.(9) Llega a utilizar tanto la región del segundo grado rebajado aquí, que no sabemos si tratarlo como un lugar común espontáneo asociado a estas tonalidades (un “reflejo” al escribir en esos tonos) o como elemento expresivo cuyo origen estaría en la teoría de la caracterización de las tonalidades (lo que entonces sí podríamos calificar como un uso “puro” de la napolitana, no ligado a la costumbre, aunque sí a otras razones). La caracterización de las tonalidades posee concomitancias con el asunto de los lugares comunes debidos al hábito, pero actúa en un momento distinto del proceso de composición: si el compositor es consciente de lo distintos estados de ánimo que para él representan las tonalidades, elige primero el carácter que quiere imprimir a la música, y luego busca la tonalidad adecuada; una vez escogida la tonalidad es cuando surgen los lugares comunes, recursos y giros particulares que el compositor puede aceptar o rechazar.
Pero examinemos con más detenimiento este otro caso:
Es difícil explicar como una coincidencia las similitudes: en todos ellos, en la menor, aparece un giro hacia el relativo, Do mayor, introducido por el movimiento desde la tónica del tono principal hacia la dominante de Do mayor, a modo de breve enfatización dentro de la frase musical. Podríamos incluir en esta serie de ejemplos otros muchos pasajes similares, que omitiremos aquí para ahorrar espacio, como serían el episodio en la menor del tercer movimiento del Triple Concierto op. 56, la Variación XIII de las Variaciones sobre un Vals de Diabelli op. 120, el Minore de la segunda de las Bagatelas op. 33, los compases 223 y siguientes del último movimiento de la Sonata para violín y piano en la menor op. 23, etc.
Beethoven apenas utiliza este giro en otras tonalidades(10), y, en cualquier caso, nunca con tanta frecuencia como en la menor. Téngase en cuenta, por ejemplo, que sólo hay un movimiento sinfónico de este autor escrito en esta tonalidad (el citado en el ejemplo), y que, de las treinta y dos sonatas para piano, tan sólo una posee un movimiento en la menor (la introducción al último movimiento de la Sonata en La mayor, op. 101, que, por cierto, también incluye un giro al relativo mayor del tipo que estamos describiendo). No escribió Beethoven tanta música en la menor como podría pensarse, por lo que la representatividad de los fragmentos escogidos es bastante alta.
El giro hacia el relativo mayor es muy frecuente, por no decir normativo, en las relaciones armónicas a mediana y gran escala, como las que se establecen entre los grupos primero y segundo de la exposición en una forma de movimiento de sonata. Lo que tienen de particular los ejemplos citados es que la relación armónica se produce a pequeña escala(11), y, además, de un modo concreto, por desplazamiento desde la tónica menor hacia la dominante del relativo, incluyendo o no una dominante de ésta (como el ejemplo de la Sinfonía) y una prolongación por medio de un acorde de cuarta y sexta cadencial. El procedimiento particular de enfatización es importante y lo vemos como característico, pues, por ejemplo, cuando Beethoven escribe un giro en sol menor hacia el relativo (enfatizando Si bemol mayor), suele hacerlo de un modo diferente, utilizando el IVº grado (IIº en Si bemol mayor) como enlace, generalmente.
Recoger todos los lugares comunes de la obra de Beethoven dependientes de la tonalidad sería una tarea ardua, pero no dejaría de ser un simple aunque original pasatiempo si no se intentara desentrañar cada caso particular y llegar hasta las raíces más profundas de cada una de las posibles recurrencias. En el ejemplo que acabamos de exponer, se diría que, de alguna manera, la tonalidad de la menor se desborda e inunda la del vecino Do mayor, como si Do mayor ya formara parte de la menor. Es significativo que la mayoría de las formas de mediana y gran extensión que Beethoven escribió en la menor buscan un tono distinto al relativo mayor para crear la disonancia estructural, ya sea como segundo grupo en una exposición de sonata o como final de la subsección inicial de un scherzo, prefiriendo casi siempre mi menor, la dominante menor(12): los primeros movimientos de las dos sonatas para violín en la menor, op 23 y op. 47, “Kreutzer”, ambos con forma sonata, siguen este principio, igual que los scherzi de las Sonatas para violoncello y piano op. 69 y op. 102, nº 1, por ejemplo. Por el contrario, prácticamente ninguno de los movimientos escritos en do menor se desplaza hacia su dominante menor, sol menor. Es como si la tonalidad de la menor fuera para Beethoven un tono “gastado”, que busca incorporar al relativo mayor como compensación, por lo que la tensión tonal necesaria para crear la direccionalidad armónica a gran escala es buscada en otra tonalidad diferente. Do mayor es demasiado débil como para tensar el arco tonal en la menor, y sin embargo, Mi bemol mayor parece no tener problemas para servir de contrapeso a do menor. Vemos que el temperamento igual tardó más tiempo del que pensamos para poner a todas las tonalidades al mismo nivel. Los compositores de las generaciones siguientes (Schubert, Schumann, Chopin,…) serán los que, explorando los terrenos tonales poco transitados, escribirán sin temor las relaciones más alejadas en todos los tonos. La ampliación del espacio tonal culminó en la madurez del siglo XIX, pero, curiosamente, esa extensión, en sus orígenes (Beethoven), no se había producido en todas las tonalidades al mismo tiempo. Los hallazgos que se hacían en Do mayor o mi menor, se exportarían después a la bemol menor o Re bemol mayor. La mayor frecuencia relativa con la que aparecen tonos remotos en el siglo XIX responde no sólo al interés por lo exótico, lo lejano y lo desconocido de los románticos, sino también a la misma necesidad de huida que probablemente sentía Beethoven al escribir en tonalidades con “demasiada historia”, como Do mayor y la menor, (y no al escribir en La bemol mayor, por ejemplo). Así, muchas armonías decimonónicas parecen perder gran parte de su magia, por lo menos para la vista, cuando son transportadas, como se hizo en muchas ediciones de partituras pianísticas para acercarlas a los aficionados burgueses, evitando así que naufragaran en un mar de bemoles o sostenidos.
La inmensa mayoría de las formas de movimiento de sonata escritas por Beethoven en las que el segundo grupo de temas está en una tonalidad “anómala” en la práctica habitual del Clasicismo (cualquiera que no sea la dominante en el caso de las tonalidades mayores o el relativo mayor en el caso de las menores) están escritos en tonalidades que podríamos calificar como “cómodas”. Una tonalidad con pocas alteraciones parece invitar a buscar nuevas soluciones. Habría quien afirmaría que, más bien, fuerza a ello. Es lógico pensar que Beethoven prefería escribir una modulación a la mediante superior en Do mayor (modulación a Mi mayor) que en Mi mayor (modulación a La bemol mayor, enarmónico del impracticable Sol sostenido mayor). Como es natural (y si no fuera así, el asunto resultaría extremadamente sospechoso), hay excepciones. La relación entre fa menor y Re bemol mayor del primer movimiento del Cuarteto op. 94 o la de la más temprana, y por ello más sorprendente, entre do sostenido menor y sol sostenido menor del tercer movimiento de la Sonata para piano op. 27 nº 2 son pruebas de que la incomodidad relativa de una tonalidad determinada no es óbice para desestimar la oportunidad de escapar a la tradición y buscar nuevas vías, e incluso puede llegar a ser un aliciente, dependiendo del caso y de múltiples circunstancias. Sobre todo para un compositor entre cuyas aficiones se encontraba el transporte a vista de los preludios y fugas de El Clave bien temperado, ejercicio tan duro como útil.
¿Y qué?
Hemos expuesto aquí someramente algunas de las caras que adopta la costumbre en el acto de la composición. Quizás a veces nos resulte molesto el comprobarlo, pues la palabra “costumbre” nos parece demasiado fea como para utilizarla cuando estamos hablando del Arte con mayúsculas. Toda partitura, como hecho humano que es, está plagada de hábitos. Y los hábitos traen recurrencias. Pero, aún encontrándonos con ejemplos como los que hemos recogido aquí, y aún aceptando en ellos la influencia de la rutina, tan sólo podemos concluir que determinadas circunstancias compositivas (escogidas, provocadas, casuales o impuestas), como es el caso de la tonalidad, pueden favorecer la aparición de lugares comunes, y afortunadamente sólo eso, favorecerlos. Tomando prestada una frase de aparición frecuente cuando se habla de genética, “heredamos predisposiciones, no destinos”.
En el momento en que un lugar común carece aparentemente de una causa oscura o incómoda que lo origine, entonces adquiere la categoría de “rasgo estilístico”. Ya que suponemos que la frecuencia con la que Brahms construye en sus últimos años melodías mediante sucesiones de terceras, ascendentes o descendentes(13), no se debe a la casualidad ni a la rutina, consideramos que éstas forman parte de su estilo tardío. Quizás sea porque, al tener la apariencia de elección consciente, queda descartada toda acción de la casualidad y del hábito, personajes éstos demasiado mundanos como para que queramos verlos andurrear por el Parnaso en que situamos a los elegidos.
El saber hasta qué punto somos esclavos de la costumbre, también en el ámbito de la creación musical, no debe inquietarnos, al menos siempre que sepamos aceptar que la música no siempre es tan limpia, tan pura y tan apolínea en su evolución y desarrollo como muchos libros pretenden hacernos creer, sino que está llena de laberintos y encrucijadas para los que cualquier explicación resulta siempre parcial y simplista. Incluida ésta, naturalmente.
1. Dando por hecho que todos leen las frases con la misma acentuación. Seguro que tiene algo que ver la prosodia francesa en la distribución rítmica con la que Berlioz escribe el Kyrie de su Requiem op. 5.
2. Ciframos en veinticuatro los tonos, pero, si tenemos en cuenta la existencia de varios pares enarmónicos practicables (Do sostenido mayor / Re bemol mayor, Fa sostenido mayor / Sol bemol mayor, sol sostenido menor / la bemol menor y re sostenido menor / mi bemol menor, al menos), el número asciende, pues, aunque presenten una orografía igual sobre el teclado, la diferenciación en la notación y en la imagen misma de la tonalidad provoca en el compositor la aparición de respuestas diferentes para cada uno de los tonos que forman el par enarmónico.
3. BERLIOZ, H. Memorias, Madrid: Taurus, 1985, p. 41
2. Ciframos en veinticuatro los tonos, pero, si tenemos en cuenta la existencia de varios pares enarmónicos practicables (Do sostenido mayor / Re bemol mayor, Fa sostenido mayor / Sol bemol mayor, sol sostenido menor / la bemol menor y re sostenido menor / mi bemol menor, al menos), el número asciende, pues, aunque presenten una orografía igual sobre el teclado, la diferenciación en la notación y en la imagen misma de la tonalidad provoca en el compositor la aparición de respuestas diferentes para cada uno de los tonos que forman el par enarmónico.
3. BERLIOZ, H. Memorias, Madrid: Taurus, 1985, p. 41
4. Aunque no faltan los intentos por encontrar algunas recurrencias en la gran forma, como el estudio de Michael Tusa “Beethoven’s C-minor mood: Some thoughts on the Structural Implications of Key Choice”, Beethoven Forum 2 (1993), Nebraska University Press.
5. LARUE, J. Guidelines for Style Analysis , New York: W. W. Norton Company, Inc., 1970.
6. STEBLIN, R. “Historia de la caracterización de las tonalidades en el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX”, Revista Quodlibet, MMV / nº 33, octubre de 2005. Universidad de Alcalá. Alcalá de Henares (Madrid).
7. Fa menor, comienzo en octavas con el tema principal, con la armonía de tónica como elemento sustentador; justo después, repetición del tema principal medio tono más arriba, en Sol bemol mayor, tonalidad de la napolitana.
8. En un momento formal importante en ambas obras (en la Sonata antes de la reexposición y en la Sinfonía justo antes de que, tras un largo fugato, aparezca una variación nueva del tema principal con las palabras Freude, schöner Götterfunken, Töchter aus Elysium!), larga pedal de dominante en el relativo menor, fragmento temático en Si mayor, luego en si menor, todo en diminuendo, y, finalmente, dominante de Re mayor para alcanzar el punto que se estaba preparando.
9. Sirven como ilustración la Sonata para piano en do sostenido menor op. 27 nº 2, el tiempo lento en fa sostenido menor de la Sonata op. 106, el Cuarteto en do sostenido menor op. 131 o los compases 127-138 del primer movimiento de la Sonata para violoncello y piano en La mayor op. 69.
10. Algunos casos serían la frase inicial de la Sonata para piano en mi menor, op. 90, y el comienzo del movimiento lento en re menor de la Sonata para violoncello y piano en Re mayor, op. 102, nº 2.
11. En la “pequeña dimensión”, por continuar con la terminología propuesta por Jan LaRue.
12. En una pieza en modo menor, la modulación a la dominante menor era más frecuente que la modulación al relativo mayor, por ejemplo, en la forma binaria de danza del Barroco, pero en el Clasicismo lo preceptivo era acabar la exposición en el relativo mayor. Como un resto evolutivo, aparece en ocasiones en el Clasicismo la modulación a la dominante menor al final de la primera subsección en un Minueto (como en el Minueto de la Sinfonía nº 40 en sol menor K 550 de Mozart).
13. Ejemplo paradigmático es el tema inicial de la Cuarta Sinfonía op. 98, pero se encuentran otros muchos en los tríos op. 101 y 114 o en las últimas series de Piezas para Piano opp. 116, 117, 118 y 119.