jueves, 18 de diciembre de 2008

Entrevista a Erik Satie

Alfonso Vella


Cuanto más conozco a los hombres, más amo a los perros.
Erik Satie

No hay que curarse del opio, sino de la inteligencia.
Jean Cocteau


Después de prolongadas comunicaciones -cuya naturaleza no estoy autorizado a revelar- con un amable interlocutor de ultratumba, he alcanzado por fin la más quimérica de mis pretensiones: una cita con Erik Satie.

Siguiendo las instrucciones recibidas, tomo el tren nocturno Madrid-París, el metro a Montmartre, me adentro en Le Chat Noir, tomo asiento a una mesa esquinada y, cuando el camarero se acerca, susurro la contraseña convenida.

“Je comprend”, responde. Y agrega, ya en castellano: “espere aquí, por favor“.

El mítico cabaret donde Satie solía tocar el piano cada noche, el lugar donde -conjeturo- se escucharon por primera vez sus encantadoras canciones de café-concierto, sus valses cantados, presenta un aspecto muy diferente al de las fotografías y grabados que tantas veces he visto en mis libros queridos y gastados… o tal vez en mis ensoñaciones. Me entristece comprobar que su apariencia es semejante a la de esas insípidas cafeterías que pueden contarse por cientos en cualquiera de nuestras metrópolis.

El camarero se acerca y deposita sobre la mesa un zumo de naranja, un café con leche, dos croissants y un sobre cerrado con mi nombre escrito en letras góticas. Con amable firmeza me ordena: “Desayune primero, después abrirá el sobre, leerá su contenido y se marchará sin hacer preguntas. Está usted invitado“.

Obedezco. Rasgo el sobre y leo: “Bienvenido a París. Dispone de unas horas libres. Ocúpelas en lo que prefiera. A la una y media debe dirigirse a La Closerie des Lilas, 171 Boulevard du Montparnasse, allí tiene mesa reservada, aunque no a su nombre. Limítese a mostrar al maître el sobre que acaba de abrir“.

Salgo de Le Chat Noir. Vagabundeo un rato por los alrededores, veo el Moulin Rouge y varios establecimientos de lencería y artículos eróticos, cuyos escaparates no consiguen -por esta vez- despertar en mí ningún interés. Paseando el Boulevard de Clichy, descubro el Musée de L'Erotisme, pero no estoy para museos: mi cabeza anda en otro sitio, como es natural. Tomo el metro a Montparnasse, aunque aún es demasiado pronto para la cita.

Paseo sin rumbo fijo, hasta que llega la hora señalada. Alcanzo La Closerie, muestro el sobre al maître. Cabecea afirmativamente, con levedad, y sonríe satisfecho: “Tenga la bondad de seguirme, monsieur“. Se dirige a la terraza y se detiene a la entrada. Me dedica una mirada silenciosa, discreta, cómplice, que viene a decir: “A partir de aquí, usted sabe muy bien lo que debe hacer”.
Cuatro o cinco mesas están ocupadas por comensales silenciosos. Le veo al fondo, sentado a una mesa apartada. Aparenta unos 55 años (aunque pronto se cumplirá un siglo y medio desde su nacimiento), perilla y bigote canosos, quevedos, la cabeza casi calva, ladeada, mirándome con expresión inescrutable. Trago saliva. Me acerco despacio, pensando qué voy a decir. Cuando alcanzo su mesa, aún no se me ha ocurrido nada.

Es él quien habla, en perfecto castellano:

- Tome asiento, joven. Según tengo entendido, ha mostrado usted un desmedido interés por verme…
- Sí, bueno, yo…
- Déjese de balbuceos, muchacho.
- Yo… quisiera hacerle una entrevista.
- ¡Usted me sorprende! Si apenas concedía entrevistas en vida, ¿por qué iba a concederlas ahora, que estoy muerto?
- Lo siento… -digo estúpidamente, como dándole el pésame por su propia muerte.
- No se preocupe, joven, también usted lo estará… algún día. No es para tanto, créame… ¿Cuál es el propósito de su entrevista?
- Verá, yo…
- ¿Es usted periodista?
- No, soy músico…
- ¿Músico? Sea más explícito.
- Me da un poco de vergüenza decirlo.

Aquí, los ojos de Satie se inundan de alarma; advierto que tiene preparada una descarga de ira para arrojar sobre mí en el caso de que se confirme la sospecha que ha cruzado por su cabeza:

- ¿No será usted uno de esos profesores del Conservatorio de París? -pregunta, amenazante, los puños crispados, el rostro congestionado.
- No, nada de eso… toco el piano en un burdel -respondo, sonrojándome.
- ¡Pero eso es excelente! Es más o menos lo mismo que hacía yo, sobre todo cuando me veía obligado a visitar algunas distinguidas mansiones de esta ciudad. ¡Brindemos por ello! -y, dirigiéndose al camarero más próximo, añade:
- ¡Marcel, dos absentas! … ¡Menudo susto me ha dado usted, pollo! No conservo gratos recuerdos de ese conservatorio…
- Hábleme un poco de él.
- Era un lugar incómodo y bastante feo a la vista, una especie de local penitenciario, sin ningún atractivo por fuera, ni tampoco por dentro. Mi profesor de armonía opinaba que yo estaba dotado para el piano, mientras que mi profesor de piano consideraba que yo podía tener talento para la composición.
- Pero algo aprendería usted allí…
- Sí. Aprendí que debía olvidar casi todo lo que me habían enseñado. No resultó fácil, pero al fin lo conseguí.
- Cuando usted empezaba a componer, el público admiraba a Wagner, Richard Strauss, Mahler…
- Sí, no lo hacían mal. Pero seguían, aunque a su manera, un camino excesivamente transitado durante excesivo tiempo: excesiva experiencia. Y la experiencia es una forma de parálisis, una de las peores. Se tomaban, además, demasiado en serio a sí mismos, demasiado en serio la música, la vida… Ya sabe usted cómo son estos alemanes, siempre tan trágicos… Por otra parte, se inclinaban peligrosamente hacia la desmesura. ¡Aquellos cromatismos perpetuos, inacabables, uno detrás de otro, ¿qué digo?, uno encima de otro, cuánto impudor…! Y luego, esas orquestas de cuatrocientos músicos, ¡qué promiscuidad! … Su música no era mala, pas du tout, pero estaba repleta de cosas innecesarias. Y eso que Brahms, que tampoco era manco, ya les había prevenido: "No es difícil componer. Pero es extraordinariamente difícil dejar caer las notas superfluas bajo la mesa".
- Y aquí, en Francia, estaba Saint-Säens…

De nuevo el rostro de Satie se congestiona; sin tratar de disimular su ira, golpea la mesa con el vaso de absenta:

- ¡No le tolero que pronuncie ese nombre en mi presencia!
- … y Debussy -me apresuro a decir, probando a calmarle.
- Bueno, Claude era distinto. Un verdadero genio. Algo extraviado, sí, pero genio al fin. Luego llegó Ravel, que era… ¿cómo decirlo? … un Debussy plus épatant.
- Sin embargo, los compositores jóvenes le admiraban a usted: Poulenc, Milhaud, Honegger, Auric, Durey, la Tailleferre…
- Sí, eran chicos interesantes, por lo menos al principio, aunque tomaron trenes muy distintos.
- Tengo entendido que Auric acabó renegando de usted.
- ¿Y a mí qué? A fin de cuentas, casi prefiero no ser admirado por Auric: tiene muy mal gusto, el pobre.
- Usted utilizó algunos procedimientos muy audaces para su época: los acordes paralelos, por ejemplo, o la supresión de la barra de compás.
- ¿Y qué otra cosa podía hacer? Llegué al mundo muy joven en un tiempo muy viejo. Me aburría… -dice, con un velo de melancolía en la mirada.
- Tal vez Cocteau estaba pensando en usted al decir: “Cuando un artista se adelanta a su época, es ésta la que permanece atrasada”.
- Jean es muy capaz de aplicarme eso, desde luego.
- Porque usted no sólo fue un innovador sino, además, un vidente: adelantó fenómenos que sólo se harían comunes muchos años después: la banda sonora, la música de ambiente, el minimalismo… uno puede ver el germen de todo eso en su música.
- Bien dicho: el germen. Siempre he sostenido que hay que aprender a ver a lo lejos, a lo lejísimos. Yo no aprendí lo suficiente. De haber sabido el rumbo que tomaría luego la música de ambiente, o cierto minimalismo, no se me hubiese ocurrido ir por ahí dejando gérmenes tan… turbulentos, al alcance de cualquier desaprensivo.
- Usted rescató los modos medievales y les aportó un nuevo aire, también exploró la politonalidad y la atonalidad, y dio de lado a un principio formal casi sagrado: el desarrollo temático.
- Parece usted un lorito… ¿Todo eso hice yo? ¿Está seguro? Bueno, si usted lo dice…

No parece sentirse atraído por comentar los pormenores de su grandeza, así que tomo otro camino:
- A menudo se le reprocha que utilizase títulos absurdos para sus composiciones.
- Yo soy absurdo...
- Por ejemplo: Piezas en Forma de Pera. ¿Por qué ese título?
- Fue mi manera amable de responder a una observación de Debussy. Según Claude, yo cuidaba poco la “forma” de mis obras.
- ¿Y qué me dice de Verdaderos Preludios Flacos para un Perro?
- En relación con esa obra, en su momento escribí: “Se suplica a los que no entiendan que observen con el más respetuoso silencio y que muestren una completa actitud de sumisión, de total inferioridad. Ése es su verdadero papel”.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- La misma frase se puede aplicar a quienes no entienden el título.
- Touché...
- ¿Touché…? Es usted generoso consigo mismo.
- Hay un detalle que siempre me ha llamado la atención.
- Usted dirá…
- La mayor parte de su producción es para piano…
- ¿¡Producción!? ¿Pero qué dice usted, insensato? ¿Acaso cree que yo fabricaba tornillos? ¿O longanizas? ¡Pro-duc-ción! -repite, con infinito desprecio en su rostro, arrugando la nariz, como para atenuar una pestilencia pasajera pero inadmisible- Por lo que veo, el consumo ha terminado ya hasta con el lenguaje… ¡y ustedes ni se enteran!
- Discúlpeme…
- Lo siento, joven. No puedo aceptar sus disculpas. Exijo una satisfacción. Queda usted retado a duelo. Elija armas…

No me atrevo siquiera a imaginar que esté hablando en serio, pero por si acaso procuro escabullirme:

- … ¿Podría ser una partida de ajedrez?
- Veo que es usted un valiente -dice, entre grandes carcajadas-. Está bien, será como usted quiere. Mañana al amanecer. Como parte ofendida, llevaré las piezas blancas.
- …Quise decir que la mayor parte de su creación es para piano.
- ¿Y bien…? -pregunta, ajustándose los quevedos a la nariz con su dedo índice.
- Resulta paradójico, ya que en cierta ocasión usted dijo: “El piano, como el dinero, no resulta agradable más que a quien lo toca”.
- ¿Ha oído usted hablar de Baudelaire?
- Un poco…
- Pues bien, grábese en la cabezota esta verdad que nos regaló: “Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo, y con tanta complacencia, se han olvidado dos de bastante importancia: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse”.
- ¿A marcharse?
- A suicidarse. Se trata de un eufemismo. No parece usted muy espabilado que digamos, hay que dárselo todo masticado. ¿De verdad toca el piano en un burdel? Cada vez lo dudo más… parece usted más bien un profesor, yo incluso diría que de Armonía.
- Me gustaría hablar de su ballet Parade. He leído que el estreno fue un escándalo.
- Sí -ríe, complacido-, se armó una buena… allí estábamos todos: Diaghilev, Picasso, Cocteau, Massine… cada uno puso su granito… incluso Apollinaire, que se inventó para el programa de mano ese amable término, “surrealismo”, que luego dio tanto juego.
- Dicen los libros que hubo hasta puñetazos en el patio de butacas.
- Le aseguro que los hubo…
- Tal vez, parte del público no comprendió que usted introdujera en la orquesta una máquina de escribir, una rueda de lotería, un revólver…
- ¿Y qué quiere usted? ¿Que pusiera más violines? Las máquinas de escribir, al menos, no desafinan.
- Ya. ¿Y el revólver?
- Bueno, no intervenía demasiado, pero supuso una aportación tímbrica bastante juiciosa, lo cual resulta extraño en mí. Había que saber dispararlo en el momento justo, no podía dejar eso en manos de cualquiera: después de descartar a un percusionista, un contrabajista, un general retirado, un gendarme en activo y una bailarina, se lo confié al tramoyista, un muchacho de Lyon que era bizco… lo hizo bastante bien. Picasso se agarró un berrinche monumental: pretendía dispararlo él mismo; naturalmente, me opuse... Este Pablo … Si con un pincel en la mano fue capaz de hacer el Guernica, imagíneselo con una pistola ... Ni hablar.
- Pero el Guernica lo pintó Picasso muchos años después…
- Después, antes, arriba, abajo, aquí, allí… -dice, en tono burlón, y agrega:- Todo es relativo, mi joven amigo. Y el tiempo, desde luego, no existe.
- ¿No?
- Por supuesto que no. Se trata tan sólo de un invento humano, con esta consecuencia principal: se comprende peor la Realidad.

Un tanto inquieto por los derroteros que va tomando la conversación, pruebo a encauzarla de nuevo hacia Parade. Recuerdo el incidente entre Jean Poueigh y Satie. Sin pronunciar nombres (no vaya a ser que me caiga otro duelo), procuro que me hable de ello.

- Siguiendo con Parade: la crítica no se portó demasiado bien…
- ¿Se refiere usted al tarado de Poueigh? No, no se portó bien. Una ingratitud por su parte, porque Parade sí se portó bien con él: de no ser por mi ballet, hoy nadie recordaría su nombre.
- ¿Hasta qué punto le molestó la crítica?
- Si quiere saber la verdad, no me molestó en absoluto. Recuerde que no ofende quien quiere, sino quien puede. Poueigh era un sujeto inofensivo, incluso grotescamente divertido: cuando se ponía nervioso, enseguida empezaba a temblar, su rostro adquiría el aspecto de un sapo, y le salía una voz muy cómica, como de vicetiple insatisfecha… usted ya me entiende.
- ¿Es cierto todo eso? -pregunto, con más sorpresa que incredulidad.
- ¡No! Pero ¿qué quiere usted? ¿Que le monte un altar? ¿Que le cante nanas cuando se desvele? ¿Que le regale bombones por su cumpleaños?
- Ya...
- En cualquier caso, no podía consentir que la cosa quedara así, por eso le envié esa tarjeta postal -y aquí no puede Satie evitar reírse de su propia travesura- que decía: “Señor, usted es sólo un culo. Pero un culo sin música”.
- Y, por ello, fue usted condenado a ocho días de cárcel…
- … Que no cumplí - dice, con una hermosa sonrisa triunfadora.
- Stravinsky, en cambio, apreciaba mucho Parade.
- ¡Sesenta mil satanases se le lleven! ¿Con qué derecho compara usted al gran Igor con ese chupacharcos?
- Cierto... Todas las comparaciones son odiosas.
- Todas no, pero la suya podríamos presentarla a un concurso, con razonables expectativas de éxito…

Satie bebe la absenta a tragos cortos y espaciados, y fuma sin parar.

- ¿Siempre fuma usted tanto?
- ¿Le preocupa mi salud? Pierde usted el tiempo, joven, le recuerdo que ya estoy muerto. Sepa, además, que mi médico siempre me aconsejaba: “Fume, amigo mío; si no, otro fumará en su lugar“.
- Ya que está usted…
- …Muerto. Dígalo tranquilamente, pollo.
- Ya que está usted muerto, ¿de verdad existen Cielo e Infierno?
- No, pero existen Bach y Karajan… viene a ser lo mismo.
- ¿Podríamos hablar acerca de Suzanne Valadon?

Sujeta con ambas manos su corazón, como para aliviar un dolor superlativo, en su rostro surge la expresión de un niño huérfano, y musita con esfuerzo:

- Ah…! Suzanne… mon amour... Hay cuestiones que un caballero jamás debe hacer públicas ... Ahora, mi joven amigo, debo irme -y comienza a desvanecerse.
- Pero, espere un momento, yo todavía necesito hacerle más preguntas… ¿y nuestra partida de ajedrez? ¿y…?

No hay manera: mantiene silencio mientras se desvanece gradualmente, lo mismo sucede con su vaso y con el cenicero que ha estado utilizando. Antes de desaparecer por completo alcanza a susurrar, con una enigmática sonrisa:

- Tendremos otra cita antes de lo que usted piensa, será puntualmente avisado.

Vuelvo la cabeza hacia las otras mesas, buscando testigos del acontecimiento, limosneando adhesiones a mi estupor… pero nadie parece haber reparado en su desaparición, tal vez nadie reparó tampoco en su presencia. El maître se aproxima a mí como si nada hubiera ocurrido, con su libreta preparada.

Con mi torpe francés, pido côtteletes d’agneau en sagnant y una botella de Château Lafite-Rothschild, un día es un día.

Presiento que voy a tener una tarde movidita en mis profundidades, hasta que tome el tren nocturno de regreso, y aun después...