Por Luis Rubén Gallardo Lorenzo
Profesor de Violín del CSM de Córdoba
Introducción
La vida de todo intérprete ronda alrededor de la necesidad de interacción. Ésta, tomada en un sentido de gran amplitud conceptual, define gran parte de los procesos que llevan al músico al estadio final de su actividad creativa, desde la interacción necesaria para diseñar un proyecto artístico hasta la integración de todos los aspectos logísticos y técnicos una vez en el escenario. Pero, sin duda, la más decisiva fase que vendrá a delimitar el resultado de toda formación musical es, a su vez, donde se pone de manifiesto el paradigma de tal interacción: el ensayo.
La interacción, como concepto, transgrede lo netamente musical y nos sitúa en diferentes planos de actitud social, de integración de ideas y de práctica activa de tolerancia al prójimo -quién a menudo, en lo que a proyectos artísticos se refiere, aúna las características de contingente y de elemento necesario al mismo tiempo-, constituyendo una parte fundamental de aquello que venimos a definir como ser profesional en el marco del oficio de músico. Desde las etapas más tempranas de la formación musical, el ensayo está presente en el proceso de enseñanza-aprendizaje con verdadero carácter prioritario.
El desarrollo de las actitudes y procedimientos integrantes para tal fin constituye una de las materias transversales de educación más importantes en el seno del proceso de formación que se lleva a cabo en los conservatorios de música, representando un verdadero ejemplo de práctica de integración y cualidad del trabajo en grupo para el conjunto de la sociedad. Su valor pedagógico sustenta la relevancia de la educación musical más allá de los confines del interés epistemológico, y ha colocado tales procedimientos en contextos bien diferentes, desde su aplicación a otras áreas de conocimiento en el ámbito académico hasta su integración en las dinámicas de grupo del sector empresarial. En efecto, por extravagante que pudiera parecer en un principio, no es extraño encontrar hoy en día, en compañías internacionales, grupos de trabajo coordinados por músicos, claro está, desde un punto de vista procedimental.
Contemporáneamente, la sociedad está afrontando -autocríticamente- realidades que en los albores del siglo XXI no son aceptables, tanto desde su perspectiva moral o ideológica como desde el más estricto sentido práctico. Así, desde las autoridades, en general, y desde el estrato educativo, con especial dedicación, se pretenden normalizar actitudes de tolerancia, respeto, cooperación, integración de lo diferente y, en definitiva, de la creación de un todo sin discriminación y basado en el trabajo en equipo. Todo ello, por definición, ya lleva presente siglos en la práctica del ensayo musical y, como se comentaba con anterioridad, constituye un leimotiv de gran relevancia en el conjunto de la enseñanza de los conservatorios de música.
¿Cómo se desarrolla en el ensayo tales actitudes?: Desde el conocimiento preciso del objetivo y la aceptación sin reservas del compañero.
Ésto es, sin más, la necesidad de interacción. Todo objetivo musical precisa del concurso de diferentes elementos y personas que, sin su acción, imposibilitan cualquier grado de consecución más allá de la excelencia del resto de los componentes. En este sentido, las diferentes magnitudes deben sumar en un único flujo. Los integrantes de la formación deben conocerse sin tapujos, sin falsas máscaras o postulados artificiales y, desde su verdadera capacidad, asumir su labor y aportación al resultado final, comprometiéndose al máximo desarrollo de sus potencialidades y al objetivo de favorecer -igualmente- el máximo desarrollo del compañero. A nadie escapa que tales palabras pueden sugerir un discurso idealista y tendente a figurar un verdadero mito de entendimiento, pero, más allá del esfuerzo y las barreras personales que cada cuál deba superar, ello se reproduce en todos y cada una de las formaciones musicales profesionales -o al menos en aquellas que consiguen cierto grado de continuidad y proyección- ya que, ¿de qué forma si no podrían doblegarse a una misma meta los diferentes egos artísticos presentes en tales grupos?
Por todos es conocido el carácter especial que recubre la personalidad de un artista, de un músico profesional. De aquellos argumentos propios del Romanticismo que ensalzaban la soledad de artista como vehículo de la introspección y la comunión con la naturaleza en aras de explotar el sustrato más puro de su genio creador, hemos pasado a una demasiado frecuente abundancia de recelo y actitudes personalistas. En este contexto, se pone aún más en valor las cualidades de esta vía de entendimiento, del éxito del arte como armonía en el sentido más pitagórico, es decir, como conciliación de opuestos.
El ensayo es el momento en el que varios profesionales creativos se sumergen juntos en una búsqueda colectiva donde lo individual es imprescindible, una integración de voluntades que, a priori, eran irreconciliables. Ante un proyecto con ene número de ideas originales, nadie puede llegar a sospechar su definición final que, a la vez, describe un nuevo concepto, tan unitario como participado.
En ello reside la necesidad de dedicar, al menos, una breve reflexión donde se sinteticen las esencias de este trabajo en equipo, tanto como referencia para estudiantes y profesionales de la música, como para el lector ajeno a esta actividad que pudiera ver en este capítulo una posible referencia para extrapolar a otros contextos.
Teórica de procedimiento
Ensayar es algo más que quedar para ejecutar o improvisar una determinada creación musical en colectivo pero, a la vez, no deja de ser éste el primer enunciado que da sentido al término. No sería creíble un estricto decálogo para definir la acción de ensayar cuando, como se expresaba en el anterior epígrafe, tiene sus bases en elementos tan volubles como la creatividad, las capacidades de los congregados, la habilidad de éstos para poner en común sus experiencias y, así, un largo sínodo de voluntades y coyunturas. No obstante, desgranar lo apropiado por medio de la empírica puede llegar a ser algo menos complejo si tomamos, como referencia, algunos de los procesos implicados en la acción de hacer música en conjunto.
Para tal fin, y en pro de la claridad de conceptos para una exposición más didáctica de la cuestión, usaremos la clasificación de aspectos al respecto que realiza Elaine Goodman(1) , quien los distingue en cuatro: la coordinación, la comunicación, el papel del individuo y los factores sociales. Cabrían otros encuadres según las diferentes perspectivas desde las que pudiéramos tratar la cuestión, pero Goodman aplica con simplicidad las inquietudes más directas del músico frente al hecho del ensayo. Comentaremos, a continuación, cada uno de ellos, en sinergia con el fin reflexivo que se aportaba en la introducción del texto:
La coordinación: aquiescencia colectiva
El empleo de determinados términos frente a otros, como uso frecuente y generalizado, nos suele aportar un enfoque preliminar de gran validez a la hora de comprender los hechos que describen. En esta línea, a lo largo de todo el siglo veinte, donde ha proliferado una gran cantidad de nuevas estructuras de organología para las formaciones de concierto y, a su vez, se ha superado las vetustas estructuras combinatorias del clasicismo, la palabra que más se ha empleado para designar el grupo musical no orquestal (a veces también éste) ha sido ensemble, galicismo que la Real Academia Española(2) define como “juntamente”, que a su vez describe en su tercera acepción como “a un mismo tempo”.
Así, desde su nomenclatura misma, se aporta el primer y más importante aspecto, y es que las partes individuales deben de encajar perfectamente, deben de ser ensambladas en un mismo criterio temporal, deben ser ejecutadas juntamente. La coordinación de un grupo depende, en primera instancia, del tempo.
Si bien puede llegar a constituir un tema a debatir el llegar a un acuerdo sobre la importancia relativa del tempo en el estricto dominio de una técnica instrumental, si de lo que hablamos es de tal herramienta dentro de un perfil profesional, de su control absoluto y dominio funcional, el quórum llegará rápidamente para expresar su necesidad irrenunciable, ya que es, en definitiva, una condición sine qua non para el ejercicio profesional en conjunto.
Su relevancia no sólo se circunscribe al tiempo de ejecución activa de la parte instrumental, si no que se extiende a la parte tacet de la misma.
A pesar de lo obvio de este planteamiento, una educación musical tradicional demasiado dimensionada en el repertorio solista no siempre ha descargado toda la atención que tal aspecto precisa, que si bien es de fácil y rápida comprensión dada su lógica espontánea, contiene un calado nada despreciable en el éxito de un ensayo.
Goodman profundiza en la cuestión dividiendo la coordinación del tempo en tres asuntos a tratar: el reloj del grupo, la técnica necesaria para mantener el parámetro tempo y, como concepto unitario, lo que él denomina la ilusión de sincronía.
Hablar del reloj del grupo es hablar, con otras palabras, de un marcador de tiempo común, de un encuadre o ámbito general que aporta contexto temporal al trabajo interpretativo ulterior, en fin, de la escala o gradiente temporal, aire o pulso a emplear. En una formación donde hay director, tal responsabilidad recae sobre él, siendo asumida -en la medida de las posibilidades- por los músicos integrantes, no obstante, en el seno de una formación de cámara o grupo sin director, ésta será la primera gran labor a determinar desde un punto de vista puramente técnico y con anticipación al fin artístico: consensuar el tempo de interpretación de la pieza entre los miembros.
Tal decisión no será superficial, sino que supone una definición que va a marcar el estudio personal de los músicos y el resultado final del proyecto. Para ello, y en la línea de la necesaria interacción, se debe de tener en cuenta las características interpretativas de los integrantes de la formación.
Dentro de esta cuestión, cabe destacar que para la gran mayoría de los músicos profesionales clásicos, el establecimiento del mencionado reloj se fundamenta en el pulso métrico, realidad muy comúnmente sugerida por editores y compositores a modo de referencias metronómicas. No obstante, la diversidad musical, de un lado, y una cada vez más ecléctica formación de los profesionales, hace que tal definición se realice por medio de otras referencias, bien por agrupaciones de pulsos o bien por el compás, directamente, como realidad unitaria de una expresión rítmica significativa. Ello es especialmente útil y, por tanto, generalizado en su uso al trabajar música de origen popular, étnico, para danza o de culturas y lenguajes musicales no entroncados con la tradición clásica occidental.
Continuando con el esquema sugerido, la experiencia musical nos dice que no es suficiente con reglar un tempo dominador y, simplemente, seguirlo. Precisamos la capacidad de gestionarlo, o en palabras de Goodman, adquirir las técnicas para mantenerlo, lo que implica dos acciones muy relevantes en lo que al grupo y el ensayo se refiere: la anticipación y la reacción. La primera de las acciones está íntimamente relacionada con la determinación de marco temporal, es decir, sobre la experiencia de una nota -de su dimensión temporal- somos capaces de anticipar la duración del resto de las integrantes del discurso musical. Así, más allá de este ejemplo, el músico profesional reajusta de forma continua su previsión de lo que ha de acontecer basándose en la información que, pulso a pulso, recibe de su o sus compañeros. Este feedback constante es un ejercicio intelectual-matemático que, si bien nos es muy común en el ámbito de los conservatorios y casi no le concedemos importancia, requiere de un entrenamiento extenso en el tiempo, además de unas determinadas capacidades base, y como toda actividad mental no innata, debe de ser desarrollada a lo largo de toda la vida académica y profesional, al menos desde la conciencia de lo importante que supone ser capaz de recoger las referencias que surgen en la interpretación del compañero y, específicamente, anticipar su siguiente sonido.
Anticipar, en los términos expresados, supone que existen una dirección determinada en la jerarquía de ejecución dentro del grupo. Todos los miembros no pueden estar despidiendo a la vez referencias generalizables, estaríamos ante una anarquía temporal que nos abocaría a la ruptura del reloj común. Esta dirección -de un solo sentido- vendría determinada por la voz predominante en cada circunstancia o, según la estructuración y motivación de la formación, desde la responsabilidad que asuma uno de los componentes que, desde su personalidad o autoridad establecida, hace las veces de director -al menos en lo que a decisiones temporales se refiere-. Especialmente en el primero de los casos, el ensayo es el espacio donde se establecen las distintas secciones y sus referencias, se prediseña la estructura de fluctuaciones y se otorga rango de punto de inflexión y reajuste del tempo a pasajes determinados. Estaríamos, en este caso, en un flujo bidireccional, donde todos los integrantes de la formación ponen en común sus realidades y pareceres. Se produce, por ende, un fenómeno de output / input, de gran relevancia en la consolidación de la interpretación global del grupo.
Pero no todo es posible estructurarlo de forma anticipada. Así, de aquello que surge en el instante, de la expresión artística más abrupta o, simplemente, del flujo natural de la imperfección humana, se deberá reaccionar. La reacción sobre lo sobrevenido o, incluso sobre aquello que si bien está determinado tiene su definición en una magnitud diferente, el músico ha de saber adaptarse sin transición. De nuevo estamos ante una capacidad de notable complejidad que debe ser entrenada. El ensayo supone un banco de pruebas donde se deben acumular el mayor número de casuísticas posibles y, por ende, experimentar reacciones positivas que recompongan la estabilidad y uniformidad del reloj común.
No obstante, son sutiles las marcas diferenciadoras entre anticipación y reacción, entre direccionalidad única y flujo bidireccional. Ser consciente de los conceptos es un paso previo que aporta solidez a las acciones propias del ensayo pero, la integración de tales se realiza en la práctica empírica.
Para completar lo concerniente a la coordinación, hablaremos de lo que se ha denominado la ilusión de sincronía.
Buscar la coordinación y la ejecución en sincronía de las partes es el objetivo, como decíamos, pero, para comprender la magnitud de la meta, habría que preguntarse acerca de la naturaleza de la sincronía y de su adecuación al género humano. En esta línea, el profesor Rudolf Rasch(3) -de la Universidad de Utrech-afirma que ejecutar las notas exactamente al mismo tiempo -sincronía en sentido estricto- sobrepasa los límites de la habilidad y la percepción humana, para él, siempre habrá pequeñas diferencias de tempo -es decir, asincronismo- entre aquello que se supone que debe estar ejecutado simultáneamente. Así, coincidiendo con las afirmaciones también realizadas al respecto por el profesor Dunsbuy (4) -Universidad de Rochester-, el arte de tocar junto radica, esencialmente, en crear la ilusión de estar perfectamente conjuntados. La sincronía se describiría, por ende, más como un aspecto de percepción por parte del espectador que una realidad propiamente dicha.
Este planteamiento viene a reforzar un posicionamiento histórico característico que subyace en la profesión musical, y no es otro que su carácter escénico. El músico, en solitario o en grupo, como un prestidigitador de los sonidos, crea una realidad ilusionada, un ambiente de texturas y dinámicas que debe envolver al espectador hacia una emoción, sea esta premeditada o sugerida al instante, lejos de la observación presumiblemente objetiva que desde la interpretación ejecutiva realiza el propio instrumentista. Tal meta escénica es, de nuevo, objeto de análisis en el ensayo.
Esta inherente asincronía no sólo es atribuible al factor humano, como comentábamos, sino que tiene relación, por añadidura, con los aspectos físicos, de organología y de la técnica instrumental que dan contexto a la interpretación musical. Aspectos medibles y de descripción científica, como la diferencia de velocidad de propagación del sonido según las características de la onda sonora, la velocidad de reacción de ataque de cada técnica instrumental, los distintos niveles de absorción en la sala de los diferentes timbres, distancia entre los intérpretes que, junto a un extensísimo etcétera de singularidades físicas del hecho musical, vienen a definir un glosario de excepcionalidades que todo intérprete debe de conocer y, en la medida de lo posible, compensar, en aras de que la ilusión de la sincronía no sea desvanecida.
Evidentemente, la búsqueda de esta compensación teórico-práctica debe basarse -o es aconsejable, al menos- en un determinado grado y nivel de acercamiento a la realidad del sonido como hecho natural sobre el que se fundamenta nuestra actividad creativa. En efecto, la acústica, como disciplina científica que engloba y aporta solución a la gran mayoría de los por qués de las técnicas de ejecución y la expansión y efectos del sonido, debe estar presente en la formación de un músico. En el actual diseño curricular de las especialidades instrumentales, su presencia ha desaparecido en su definición troncal y, en la mayoría de los conservatorios, no alcanza a ser una simple opción complementaria. Su importancia se centra en el currículum de especialidades no instrumentales, como Composición, que, muy apropiadamente, buscan en el fundamento natural del sonido las bases para crear nuevos conceptos expresivos. Pero a menudo, el intérpre instrumentista queda al margen de un conocimiento que, aplicado en el seno de una formación de cámara, por ejemplo, ahorraría interminables debates, imprecisiones y repeticiones en busca de una determinada información empírica que, sin embargo, ya quedó definida y plenamente resuelta décadas atrás, más allá, por supuesto, de comprender mejor su propio instrumento, su técnica interpretativa y estar más cerca de la vanguardia musical donde timbre o textura resultan más importantes que otras definiciones tradicionales-clásicas del sonido, a la vez que, dadas su características físicas, ejercen, a su vez, una influencia en la estabilidad de la conjunción grupal o de la precisión perceptiva del público al respecto.
Y como capítulo de cierre a este análisis sobre la búsqueda de un sincronía no humana, de difícil y compleja definición física y, sin embargo, necesaria en la percepción del oyente, cabría analizar, por aparentemente obvio que pudiera parecer, su interacción con la magnitud temporal, es decir, cómo afecta la distinta elección del reloj común a este objetivo.
En este sentido, el profesor Rasch afirma aquello que de forma empírica es consabido, pero que ahora, además, tiene su validación experimental: resulta mucho más complicado mantener la coordinación, la sincronía imaginada y la capacidad de anticipación-reacción en tempos lentos que en aquellos de gran energía dinámica y velocidad. Ello, entre otros complejos factores psicológicos y de somatognosia, apunta a la necesidad del músico de una subdivisión del pulso base. Es decir, una realidad de pulso lenta multiplica el índice y probabilidad de error, ya que el cálculo del próximo pulso se torna más impreciso al alejarse del natural biorritmo humano (pulsaciones cardíacas y psico-neuronales, por ejemplo). Por ello, de forma indendiente al carácter de la pieza, su tempo y acentuación, hayar un múltiplo del pulso que sea más ágil y veloz, tenderá a reforzar la precisión del reloj común y a estabilizar la sincronía.
Implementación de la Teoría de la Comunicación: el contacto visual
En el seno de una interpretación, los miembros han de mantener una activa comunicación que sea cauce de las diferentes acciones ejecutables que requiere la partitura en cuestión o que organice las diferentes inflexiones existentes en el discurso musical, tanto las previstas como las sobrevenidas. La idea musical, como vehículo trascendental de la expresión humana, está viva y en continua metamorfosis, fluctúa y sugiere en la medida que se combina y se crea, tan etérea como trascendental, y si bien puede responder a principios convencionales y a estructuras fruto del análisis, en su definición final, siempre es única e irrepetible, solitaria en su adecuación. Comunicarse, por consiguiente, es una prioridad que precede al entendimiento de la intención y a la capacidad de adaptarse -anticipación y reacción-.
Según las investigaciones de Clayton(5) y Goodman(6) , dentro de las dos posibles modalidades de comunicación entre los miembros de una formación mientras se interpreta -auditiva y visual-, la auditiva sería de mayor importancia y determinaría en mayor medida la ejecución. Ello se fundamentaría en la idea sencilla de que la música la oímos, no la vemos. No obstante, ambos procesos están presentes en la interpretación de conjunto y deben ser tratados en el contexto del ensayo. Veamos algunas de sus especificaciones:
A quedado expresado, con amplitud, la natural y obvia necesidad de escucharse para la mantener la coordinación entre los intérpretes. No obstante, la necesidad de prestar una atención precisa a la ejecución del compañero transgrede la mera coordinación temporal -abarcando aspectos de más complejidad conceptual, como los matices expresivos, las gradaciones dinámicas, los cambios de articulación, la fluctuaciones del timbre, color y entonación- y genera un glosario de señales, de origen multisensorial, que nos advierten acerca de lo venidero. Éstas modulan, tanto conscientemente como parasimpáticamente, nuestra ejecución en casos y circunstancias muy variadas, favoreciendo la ejecución del compañero y complementando, en sus posibles carencias o giros circunstanciales, la globalidad y validez de la ejecución común.
No cabe duda que tales circunstancias suman un cierto grado de tensión en la interpretación -una atención extra a lo imprevisible- y ha generado discrepancias entre los profesionales acerca de la importancia relativa de la planificación en los ensayos para evitar, al máximo, ésta casuística, así como un arduo debate sobre lo positivo o negativo de esta tensión del momento.
Ensayar debe de aportar, al menos, la capacidad de comprender los posibles giros que el compañero pueda tomar, aunque hay intérpretes que no gustan de una planificación metódica de los matices expresivos, ya que lo ven como una coartación de su libertad como creadores. Este planteamiento, paradójico para muchos, tiene su validación en diferentes investigaciones que han logrado demostrar que la práctica prolongada de un pasaje musical -con la consecuente metodización- reduce la habilidad para controlar la expresión del sonido durante la interpretación, tornando las ideas en fijas y más difícilmente adaptables. Así, por añadidura, la tensión ante lo imprevisto sería visto como algo positivo para la concentración y el control general del grupo. De esta línea de pensamiento es un ejemplo la profesora Caroline Palmer de la Universidad McGill de Montreal.
La estimación de las afirmaciones de McGill conducen a reflexionar acerca de lo idóneo que pudiera ser el estudio personal-individual de una obra de conjunto, ya que una profundización excesiva en la parte puede generar una interpretación demasiado estática e inflexible cara a la necesaria adaptación ulterior. Se supone, en este pensamiento, que el buen músico debe de reprimir su propia intención para favorecer la fluctuación del grupo y su idea colectiva. Pero no todos los intérpretes comparte esta afirmación, para Abram Loft, la colectivización del discurso comienza en la máxima interiorización de las partes individuales, así, recomienda a sus lectores: "desarrolla cuanto puedas tu propia idea de la pieza y su mundo particular [...] después evalúa y modifica esa concepción desde la perspectiva de las opiniones expresadas por otros músicos"(7) .
En contraposición a ello, William Peeeth (referenciado por Goodman) afirma que se debe de practicar en el contexto global, con la obra en su conjunto, alejados de las particularidades.
Tal debate puede ser, hasta cierto punto, artificial, ya que, en un sentido práctico, todo va a depender del grado de dificultad de ejecución de la obra y de las características del intérprete. Es obvio que ambos posicionamientos tienen la verdad a sus espaldas en algún punto. Será imposible formar una idea en común si cada músico no está dispuesto a ceder parte de su conceptualización de partida y, casi más importante en sentido funcional, pocas ideas globales llegarán a buen fin artístico sin una preparación previa individual adecuada. Así, la profundización alegada por Loft se torna imprescindible si hablamos de la perfección de los aspectos técnicos, de la dialéctica propia del instrumento o de la interiorización de los pasajes de ejecución virtuosa. Sólo desde este control, verdaderamente maduro, podremos afrontar un ensayo con objetivos artísticos y de escena, sin óbice de haberse reunido con anterioridad al estudio personal para enfocar y previsualizar la obra en su conjunto.
En definitiva, este debate zigzaguea por caminos intermedios entre el mismo concepto de la comunicación y el equilibrio necesario entre la idealización performativa individual y su interacción en el grupo. O en otras palabras, de cómo transmitir al compañero tu visión, convencerlo o integrarlo en tu idea, cómo dejarte invocar por su expresividad o cómo compartir, en un momento dado, un sentimiento para converirlo en un latido común. Los elementos pseudo-objetivos derivados de la rítmica, llegado a este punto, precisan de otra tipología de entendimiento, donde, insistimos, la captación y comprensión de los códigos visuales complementan y estimulan el hecho creativo-interpretativo.
El paradigma de la comunicación visual en la interpretación de conjunto la encontramos en la figura del director, quien ejerce una función que va desde la planificación temprana del proyecto musical hasta los aspectos técnicos más específicos, pasando, con atención predominante, por la responsabilidad artística e interpretativa del conjunto en un porcentaje muy elevado. En el momento de la ejecución musical, su herramienta más destacada es la visualización que, de su lenguaje corporal, realizan los músicos. Este lenguaje -un compendio de normas convencionales de códigos gestuales y un indeterminado número de expresiones espontáneas acerca de la experiencia musical en curso- comunica mucho más que un simple pulso: alcanza a proyectar una idea musical que globaliza la ejecución.
Pero la problemática expresada toma su verdadera dimensión -en torno a la vinculante e imprescindible necesidad de compartir tanto un espontáneo abrupto creativo como la maduración reflexiva de una idea-, en el caso de las formaciones de cámara sin director, donde el grupo debe de desarrollar tal código de comunicación para poder crear una verdadera relación entre las diferentes partes.
El objetivo de la comunicación visual debe ser, prioritariamente, el de compartir las intenciones musicales, generar una empatía común con el resultado que se va obteniendo y transmitir y canalizar energía escénico-artística. No obstante, no todo lo relacionado con la comunicación, en general, y la visual, en particular, está circunscrito a un ámbito de orden expresivo. Los aspectos netamente técnicos son, a la vez, claros objetos de este contacto. Así, la coordinación se verá muy reforzada si entre los miembros del grupo de diseñan una serie de gestos para fijar los tempos de inicio o las fluctuaciones venideras, así como la posible transmisión de información entre los miembros respecto a lo que se está produciendo ("demasiado rápido", "más sonido", "no tan duro", "más lejano", etc...).
Con el tiempo de trabajo en común, los grupos profesionales desarrollan una intuición acerca del lenguaje corporal de sus compañeros que perfeccionan, a tiempo real, la interpretación en curso. Este extremo viene validado por diferentes investigaciones que revelan que la retroalimentación visual contribuye significativamente a la precisión y la libertad expresiva de las interpretaciones colectivas(8) .
En contra de lo que pudiera parecer en un principio, tal comunicación, por más activa que fuese, no es un factor significativo de desconcentración, ya que los intérpretes no deben, necesariamente, de mirarse unos a otros, ya que cuentan con la visión periférica que permanece en funcionamiento de forma perpetua.
Este extremo es de especial importancia si de los que hablamos es de un grupo de estudiantes. A menudo, fruto de la natural efusividad de la juventud, se tiende a una extremada gestualización, conducente, de forma prioritaria y literalmente, a girarse para mirar o ser mirado. Ello no ayuda nada a una verdadera concentración en la interpretación -desde el punto de vista netamente técnico y de ejecución- ni tampoco aporta un significativo avance en la calidad de recepción de las señales y el contacto que se pretende. La visión periférica – o panorámica según los autores-, como decíamos, debe alcanzar al total del conjunto (en caso de formaciones muy amplias o de disposición escénica compleja, al menos a aquellos componentes de mayor relevancia para la parte en cuestión), y según ella, se dispondrán los diferentes integrantes.
Por ende, en las formaciones camerísticas, habría que ceder parte de los argumentos acústicos de proyección del sonido individual en beneficio de una mejor y mayor conectividad entre los intérpretes, así no nos resulta raro ver a cuartetos compartiendo, prácticamente, la misma baldosa del pavimento del escenario, en contraposición a la desesperante imagen de algunos dúos con piano, donde el pretendido solista avanza su posición hasta la misma linde con el aforo, dando la espalda al que, en su pensamiento, debe ser su subordinado acompañante, sin importarle lo más mínimo si el repertorio a interpretar es, o no, de cámara, realidad ésta que hasta cierto punto resulta indiferente, ya que, incluso en el caso de ser programa de solista, todo lo aquí expresado en relación a la interacción musical y la importancia artística de todas las partes, seguiría en total vigencia y, por consiguiente, persistiría la necesidad de una comunicación visual en dos direcciones, de lo que, con total seguridad, repercutiría positivamente en la interpretación.
El individualismo del intérprete
Ha quedado expresando, al menos de un modo sucinto, el frágil equilibrio entre lo estrictamente personal y lo que ha de dilucidarse en y para el conjunto, pero no cabe duda que lo individual es una parte no sólo del total sino de lo particular de cada grupo, es decir, no nos encontramos ante la simple suma de unos intercambiables factores, sino que cada factor es un argumento propio, que cuenta con su atractivo independiente, que si bien interacciona, ejerce su efecto directo y determinante sobre el público.
En su fusión grupal, las partes se transforman según su función pero, aún así, son trasmisoras de la identidad creativa del intérprete. Observamos este hecho con especial relevancia en grupos donde no se doblan familias instrumentales, donde a la realidad personal, se suma la distancia en la organología. Así, el choque de timbres y posibilidades articulatorias o las diferentes características y visiones de ejecución sobre un mismo elemento del discurso musical, pueden llegar a dibujar una amalgama ecléctica que, justo en su aparente falta de unidad, pueden alcanzar una fuerza de transmisión expresiva notablemente más poderosa.
El profesor Mitch Waterman(9) investigó acerca de las relaciones emocionales de los intérpretes de una misma formación, observando que cada intérprete tenía respuestas emocionales diferentes ante la pieza que estaban ensayando. Entre otras conclusiones, destacó que los miembros de un grupo musical no coinciden en los momentos emotivos dentro de una interpretación de conjunto, en otras palabras, alcanzan a una comprensión abstracta de la obra de carácter diferenciado. Por ello, se describe un marco posible donde no resulta imprescindible tener las mismas ideas y donde las diferentes visiones y personalidades queden en claro discernimiento. Esta línea de pensamiento no entra en conflicto -necesariamente- con las afirmaciones de Goodman (Londres, 2000), quien sostiene que sólo en presencia de puntos de conflicto, los intérpretes suelen consensuar una idea predominante común, concilian los elementos expresivos y tienden a experimentar el pasaje con una notable unidad conceptual.
Cabe destacar, en el centro de la problemática entre visión individual o visión de conjunto, que la tradición ha menospreciado de forma notable la labor del intérprete en aras de una perspectiva globalizadora -en el mejor de los casos- y, en la mayor de las veces, condenando al ostracismo la praxis frente a la concepción compositiva. Ello se ha debido a diferentes factores, pero quizás el más importante podría haber sido que durante siglos, el intérprete dotado con talento y de proyección interpretativa era, por definición, solista. Las labores de conjunto quedaban en manos de un perfil de intérprete menos agudo, por lo que las formaciones de cámara de calidad eran el resultado de la suma y el esfuerzo colectivo de años de trabajo en común y dentro de una abnegación laboral que, minusvalorado por muchos, era calificada a menudo en términos cercanos a lo peyorativo, como jornaleros de la música alejados de cualquier función creativa. No obstante, desde hace décadas, los intérpretes mejor formados técnicamente y los mejor preparados en la riqueza de las ciencias musicales, han desarrollado su labor profesional en el ámbito de las formaciones de conjunto, revelando un mundo de alta catadura artística y de finos matices creativos.
Siempre hay algo de solista en cada intérprete de conjunto, y ello es imprescindible por cuanto cada miembro debe de haber experimentado, en su propia parte, el mayor desarrollo posible de su expresividad, es decir, interiorizar el global de la obra en el microcosmos de su línea individual. Debe de haber reflejado, sin equívocos, su idea de la obra y lo emotivo de su abstracción subjetiva, sin óbice de la necesaria interacción y del flujo enriquecedor con sus compañeros.
La idea global, en consecuencia, no necesariamente ha de significar la anulación de las visiones particulares y, gracias a ello, el espectador puede experimentar un registro amplio de estímulos que hacen, de la experiencia musical, una realidad artísticamente rica.
La socialización del colectivo: una problemática de liderazgo y equilibrios
Una formación musical es, a escala, una microsociedad donde se generan -más allá de las realidades artísticas- una serie de patrones y perfiles de comportamiento que pueden ser observados en tantos grupos sociales como se pretenda. Por encima de todo, las relaciones emocionales y profesionales se rigen por dinámicas que bien poco tienen que ver con la música o el arte. No obstante, desde el contexto dado, donde la línea divisoria entre lo íntimo-personal y lo artístico-profesional es tan sumamente delgada y, según los casos, tan volátil y cambiante, las relaciones humanas terminan por ser parte inherente del resultado artístico, sea cual sea el signo de éstas, a modo de reflejo.
Desde esta perspectiva, la mayor parte de los investigadores de la materia han tratado el tema a partir de la observación de grupos profesionales, es decir, en los que el componente empresarial estaba presente. No olvidemos que la música, arte y vocación en origen, es una profesión. Así, todas las investigaciones que describen cómo las formaciones camerísticas que perviven en el tiempo han superado las notables problemáticas del equilibrio personal -que se desprenden, a su vez, del intenso contacto que supone la ya citada interacción artística y, no olvidemos, también laboral-, coinciden en una conclusión: existía o un marcado liderazgo personal o, en su ausencia -y de forma minoritaria- tal función la suplía una circunstancia o motivación ineludible para la totalidad del conjunto.
La presencia de un líder, desde cualquiera de sus orígenes posibles (autoridad artística, jerarquía establecida, responsabilidades contractuales, etc...) ofrecía una línea de responsabilidad-acción que, a modo de arbotante social, descargaba las tensiones y las redistribuía entre los diferentes miembros y sus acciones, sin excluir en esta descripción que tal realidad se ejerciera dentro de principios democráticos y de participación y colaboración leal y responsable -aunque no era, según lo observado, una condición necesaria-. Tales factores relacionados con el talante del líder sí tenían, en los casos que se producían en sentido afirmativo, un efecto positivo en el resultado artístico del grupo, ya que los miembros estaban identificados con el resultado en una mayor magnitud y se entregaban al proyecto sin reservas ni reticencias.
Dado que el presente trabajo tiene su principal ámbito de difusión en el espacio académico, no veo conveniente haber citado este concepto sin realizar una apreciación que creo importante matizar: tal liderazgo -de considerarse que, dentro del aula y del proceso de enseñanza-aprendizaje específico de los estudiantes en cuestión, deba de tomar presencia, realidad que no niego en absoluto, más allá de tomar consciencia de el cuándo y el cómo- debe recaer en la figura del profesor, ya que otras opciones pudieran desembocar en situaciones de asignación de roles que no siempre conducen a una formación equitativa, sin menos cabo de que, con el citado liderazgo establecido en el profesor, se entrenen o se implementen metodologías de acción en las que se aborde el liderazgo desde el punto de vista de las herramientas técnicas y de procedimiento a emplear, siempre y cuando todos los integrantes del aula tomen contacto con tales actividades, sin que con ello podamos ni queramos afirmar que la capacidad para liderar un determinado grupo o proyecto artístico no requiera de una serie de características personales, que, por otro lado, no todos los estudiantes tienen por qué contarlas en igual mensura.
De cualquier forma, y volviendo a la cuestión, la conclusión del liderazgo se alcanza, generalmente, como vía de optimización de medios, no como situación ideal y destinada al mejor alcance artístico-creativo posible, en otras palabras, deben su estructura a los procesos de socialización que engloban la realidad grupal o, sencillamente, a factores de funcionalidad: la aparición de una jerarquía es una vía que facilita el día a día profesional y que descarga el devenir cotidiano de una formación en distintos niveles de responsabilidades y competencias. Habría, pues, que desmitificar el estándar de que el líder es la estrella artística de la formación. Es posible que coincidan ambos roles, quizás, pero no es necesario, y de hecho, no abunda. Esta dualidad ha llevado a la desaparición a muchas formaciones que no han sabido o podido equilibrar ambas fuerzas dominantes.
No obstante, para llegar a este grado, hay que aprender a ser líder y a ser liderado, constituyendo la etapa de formación un espacio apropiado para trabajar sobre la idealidad basada en una formación donde la interacción alcance su máximo nivel y profundice hasta un debate de ideas y argumentos que obligue al conjunto a una superación personal y, como realidad colateral, del conjunto.
Así, un grupo se desarrollará mientras "cada individuo sienta que está contribuyendo a su máxima capacidad artística y al mismo tiempo colaborando con sus colegas para producir algo más hermoso de lo que se puede producir individualmente"(10) .
Esta línea de pensamiento está recogida del deporte, donde se hace énfasis específico en los conceptos de sinergia -donde el potencial del conjunto es mayor que la suma de los potenciales individuales de sus componentes- y confluencia -la sensación de pertenecer a un equipo-. Ambas actitudes pueden ser potenciadas, a su vez, por el deseo de los músicos por generar un mismo espíritu cuando tocan, acción y realidad ésta que suele estar ligada más a movimientos artísticos definidos o a grupos con un nexo artístico o personal definido a priori.
En el aula no caben actitudes que no estén orientadas a la creación de lazos de colaboración, tolerancia de las opciones y pensamientos ajenos, a la conjugación de las diferentes sensibilidades y al convencimiento que el resultado final debe basarse en una razonable satisfacción(11) de todos los integrantes del conjunto. Sin dejar de lado que toda sociedad precisa de la figura del líder, éste debe de estar formado en el más absoluto espíritu democrático, no tan sólo como una cuestión de forma sino en su fondo y en su praxis efectiva.
Reflexiones finales
El concepto de interacción va a definir la tipología de trabajo más compleja y dificultad a la que un estudiante de música deba enfrentarse: ceder y estimular, saber aportar y saber hacer hueco en su propia trama conceptual a las aportaciones de los demás. Tales principios, así como todo lo descrito en los epígrafes y apartados anteriores, convierten a las asignaturas prácticas de conjunto de la educación musical en un valor didáctico y pedagógico de primera magnitud, un referente trasversal para la vida de los estudiantes que tiene su reflejo en su actitud fuera del ámbito musical y que bien valdrían como metáforas de la propia sociedad en un ideal de integración, de sinergia y confluencia, de consecución de metas que de forma individual resultan utopía.
En palabras de Herbert Le Porrier(12) , “se necesitan, según los casos, entre setenta y ochenta y cinco piezas distintas de madera para plasmar un violín [...] cada fragmento ha de considerarse un objeto acabado y parte infinita de un todo”. Así es una formación musical, un sólo instrumento formado por un amplio número de elementos, algunos humanos y otros no, algunos podenrables y otros no. Todos son un universo en sí mismos, pero más allá de su porcentaje sobre el conjunto, su aportación es incalculable, inestimable e imprescindible. No conoceríamos al verdadero todo sin la participación del elemento más mínimo.
Todo un reto para la educación y un motivo de análisis hacia un futuro marcado por la perspectiva de posibles cambios profundos en los planes de estudio dentro de las Enseñanzas Artísticas Superiores. Fomentar una verdadera didáctica que impregne de estos valores y herramientas a nuestros profesionales del mañana garantizará mejores formaciones musicales que conllevarán proyectos artísticos más complejos y ambiciosos, y por ende, más y mejor música.
1. GOODMAN, E., “La interpretación en grupo” en La interpretación musical (Editor John Rink), Alianza Música, Madrid, 2006, págs. 183-198.
2. R.A.E., Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, consultado en http://www.rae.es en Enero de 2008.
3. RASCH, R. A., "Timing and synchronisation in ensemble performance" en Generative Process in Music: The Psychology of Performance, (Editor J. A. Sloboda), Clarendon Press, Oxford, 1980, págs. 70-90.
4. DUNSBUY, J., Performing Music: Shared Concersns, Clarendon Press, Oxford, 1995.
5. CLAYTON, A., Coordination between players in musical performance, Tesis Doctoral, Universidad de Edimburgo, 1995.
6. GOODMAN, E. C., Analysing the ensemble in music rehearsal and performance: the nature and effects on interaction in cello-piano duos, Tesis Doctoral, Universidad de Londres, 2000.
7. LOFT, A., Ensemble! A Rehearsal Guide to Thirty Great Works of Chamber Music, Portland, Oregón, Amadeus Press, 1992, pág. 17.
8. APPLETON, L. J., WINDSOR, W. L. y CLARKE, E., "Cooperation in piano duet performance" en Proceedings of the Third Triennial European Society for the Cognitive Sciences of Music Conference, A. Gabrielsson (Editor), Universidad de Uppsala, págs. 471-474.
9. WATERMAN, M., "Emotional responses to music: implicit and explicit effects in listeners and performers", Psychology of Music, Número 24, 1996.
10. HARVEY-JONES, J., All Together Now, Heinemann, Londres, 1994.
11. Queda dentro del capítulo de lo obvio no aspirar a la máxima y plena satisfacción de la totalidad -sin renunciar a ella como ideal- ya que sería un objetivo altamente insólito y que contraviene todo lo expresado en relación a la interacción.
12. LE PORRIER, H., El violín de Cremona, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1981, página 22.
La vida de todo intérprete ronda alrededor de la necesidad de interacción. Ésta, tomada en un sentido de gran amplitud conceptual, define gran parte de los procesos que llevan al músico al estadio final de su actividad creativa, desde la interacción necesaria para diseñar un proyecto artístico hasta la integración de todos los aspectos logísticos y técnicos una vez en el escenario. Pero, sin duda, la más decisiva fase que vendrá a delimitar el resultado de toda formación musical es, a su vez, donde se pone de manifiesto el paradigma de tal interacción: el ensayo.
La interacción, como concepto, transgrede lo netamente musical y nos sitúa en diferentes planos de actitud social, de integración de ideas y de práctica activa de tolerancia al prójimo -quién a menudo, en lo que a proyectos artísticos se refiere, aúna las características de contingente y de elemento necesario al mismo tiempo-, constituyendo una parte fundamental de aquello que venimos a definir como ser profesional en el marco del oficio de músico. Desde las etapas más tempranas de la formación musical, el ensayo está presente en el proceso de enseñanza-aprendizaje con verdadero carácter prioritario.
El desarrollo de las actitudes y procedimientos integrantes para tal fin constituye una de las materias transversales de educación más importantes en el seno del proceso de formación que se lleva a cabo en los conservatorios de música, representando un verdadero ejemplo de práctica de integración y cualidad del trabajo en grupo para el conjunto de la sociedad. Su valor pedagógico sustenta la relevancia de la educación musical más allá de los confines del interés epistemológico, y ha colocado tales procedimientos en contextos bien diferentes, desde su aplicación a otras áreas de conocimiento en el ámbito académico hasta su integración en las dinámicas de grupo del sector empresarial. En efecto, por extravagante que pudiera parecer en un principio, no es extraño encontrar hoy en día, en compañías internacionales, grupos de trabajo coordinados por músicos, claro está, desde un punto de vista procedimental.
Contemporáneamente, la sociedad está afrontando -autocríticamente- realidades que en los albores del siglo XXI no son aceptables, tanto desde su perspectiva moral o ideológica como desde el más estricto sentido práctico. Así, desde las autoridades, en general, y desde el estrato educativo, con especial dedicación, se pretenden normalizar actitudes de tolerancia, respeto, cooperación, integración de lo diferente y, en definitiva, de la creación de un todo sin discriminación y basado en el trabajo en equipo. Todo ello, por definición, ya lleva presente siglos en la práctica del ensayo musical y, como se comentaba con anterioridad, constituye un leimotiv de gran relevancia en el conjunto de la enseñanza de los conservatorios de música.
¿Cómo se desarrolla en el ensayo tales actitudes?: Desde el conocimiento preciso del objetivo y la aceptación sin reservas del compañero.
Ésto es, sin más, la necesidad de interacción. Todo objetivo musical precisa del concurso de diferentes elementos y personas que, sin su acción, imposibilitan cualquier grado de consecución más allá de la excelencia del resto de los componentes. En este sentido, las diferentes magnitudes deben sumar en un único flujo. Los integrantes de la formación deben conocerse sin tapujos, sin falsas máscaras o postulados artificiales y, desde su verdadera capacidad, asumir su labor y aportación al resultado final, comprometiéndose al máximo desarrollo de sus potencialidades y al objetivo de favorecer -igualmente- el máximo desarrollo del compañero. A nadie escapa que tales palabras pueden sugerir un discurso idealista y tendente a figurar un verdadero mito de entendimiento, pero, más allá del esfuerzo y las barreras personales que cada cuál deba superar, ello se reproduce en todos y cada una de las formaciones musicales profesionales -o al menos en aquellas que consiguen cierto grado de continuidad y proyección- ya que, ¿de qué forma si no podrían doblegarse a una misma meta los diferentes egos artísticos presentes en tales grupos?
Por todos es conocido el carácter especial que recubre la personalidad de un artista, de un músico profesional. De aquellos argumentos propios del Romanticismo que ensalzaban la soledad de artista como vehículo de la introspección y la comunión con la naturaleza en aras de explotar el sustrato más puro de su genio creador, hemos pasado a una demasiado frecuente abundancia de recelo y actitudes personalistas. En este contexto, se pone aún más en valor las cualidades de esta vía de entendimiento, del éxito del arte como armonía en el sentido más pitagórico, es decir, como conciliación de opuestos.
El ensayo es el momento en el que varios profesionales creativos se sumergen juntos en una búsqueda colectiva donde lo individual es imprescindible, una integración de voluntades que, a priori, eran irreconciliables. Ante un proyecto con ene número de ideas originales, nadie puede llegar a sospechar su definición final que, a la vez, describe un nuevo concepto, tan unitario como participado.
En ello reside la necesidad de dedicar, al menos, una breve reflexión donde se sinteticen las esencias de este trabajo en equipo, tanto como referencia para estudiantes y profesionales de la música, como para el lector ajeno a esta actividad que pudiera ver en este capítulo una posible referencia para extrapolar a otros contextos.
Teórica de procedimiento
Ensayar es algo más que quedar para ejecutar o improvisar una determinada creación musical en colectivo pero, a la vez, no deja de ser éste el primer enunciado que da sentido al término. No sería creíble un estricto decálogo para definir la acción de ensayar cuando, como se expresaba en el anterior epígrafe, tiene sus bases en elementos tan volubles como la creatividad, las capacidades de los congregados, la habilidad de éstos para poner en común sus experiencias y, así, un largo sínodo de voluntades y coyunturas. No obstante, desgranar lo apropiado por medio de la empírica puede llegar a ser algo menos complejo si tomamos, como referencia, algunos de los procesos implicados en la acción de hacer música en conjunto.
Para tal fin, y en pro de la claridad de conceptos para una exposición más didáctica de la cuestión, usaremos la clasificación de aspectos al respecto que realiza Elaine Goodman(1) , quien los distingue en cuatro: la coordinación, la comunicación, el papel del individuo y los factores sociales. Cabrían otros encuadres según las diferentes perspectivas desde las que pudiéramos tratar la cuestión, pero Goodman aplica con simplicidad las inquietudes más directas del músico frente al hecho del ensayo. Comentaremos, a continuación, cada uno de ellos, en sinergia con el fin reflexivo que se aportaba en la introducción del texto:
La coordinación: aquiescencia colectiva
El empleo de determinados términos frente a otros, como uso frecuente y generalizado, nos suele aportar un enfoque preliminar de gran validez a la hora de comprender los hechos que describen. En esta línea, a lo largo de todo el siglo veinte, donde ha proliferado una gran cantidad de nuevas estructuras de organología para las formaciones de concierto y, a su vez, se ha superado las vetustas estructuras combinatorias del clasicismo, la palabra que más se ha empleado para designar el grupo musical no orquestal (a veces también éste) ha sido ensemble, galicismo que la Real Academia Española(2) define como “juntamente”, que a su vez describe en su tercera acepción como “a un mismo tempo”.
Así, desde su nomenclatura misma, se aporta el primer y más importante aspecto, y es que las partes individuales deben de encajar perfectamente, deben de ser ensambladas en un mismo criterio temporal, deben ser ejecutadas juntamente. La coordinación de un grupo depende, en primera instancia, del tempo.
Si bien puede llegar a constituir un tema a debatir el llegar a un acuerdo sobre la importancia relativa del tempo en el estricto dominio de una técnica instrumental, si de lo que hablamos es de tal herramienta dentro de un perfil profesional, de su control absoluto y dominio funcional, el quórum llegará rápidamente para expresar su necesidad irrenunciable, ya que es, en definitiva, una condición sine qua non para el ejercicio profesional en conjunto.
Su relevancia no sólo se circunscribe al tiempo de ejecución activa de la parte instrumental, si no que se extiende a la parte tacet de la misma.
A pesar de lo obvio de este planteamiento, una educación musical tradicional demasiado dimensionada en el repertorio solista no siempre ha descargado toda la atención que tal aspecto precisa, que si bien es de fácil y rápida comprensión dada su lógica espontánea, contiene un calado nada despreciable en el éxito de un ensayo.
Goodman profundiza en la cuestión dividiendo la coordinación del tempo en tres asuntos a tratar: el reloj del grupo, la técnica necesaria para mantener el parámetro tempo y, como concepto unitario, lo que él denomina la ilusión de sincronía.
Hablar del reloj del grupo es hablar, con otras palabras, de un marcador de tiempo común, de un encuadre o ámbito general que aporta contexto temporal al trabajo interpretativo ulterior, en fin, de la escala o gradiente temporal, aire o pulso a emplear. En una formación donde hay director, tal responsabilidad recae sobre él, siendo asumida -en la medida de las posibilidades- por los músicos integrantes, no obstante, en el seno de una formación de cámara o grupo sin director, ésta será la primera gran labor a determinar desde un punto de vista puramente técnico y con anticipación al fin artístico: consensuar el tempo de interpretación de la pieza entre los miembros.
Tal decisión no será superficial, sino que supone una definición que va a marcar el estudio personal de los músicos y el resultado final del proyecto. Para ello, y en la línea de la necesaria interacción, se debe de tener en cuenta las características interpretativas de los integrantes de la formación.
Dentro de esta cuestión, cabe destacar que para la gran mayoría de los músicos profesionales clásicos, el establecimiento del mencionado reloj se fundamenta en el pulso métrico, realidad muy comúnmente sugerida por editores y compositores a modo de referencias metronómicas. No obstante, la diversidad musical, de un lado, y una cada vez más ecléctica formación de los profesionales, hace que tal definición se realice por medio de otras referencias, bien por agrupaciones de pulsos o bien por el compás, directamente, como realidad unitaria de una expresión rítmica significativa. Ello es especialmente útil y, por tanto, generalizado en su uso al trabajar música de origen popular, étnico, para danza o de culturas y lenguajes musicales no entroncados con la tradición clásica occidental.
Continuando con el esquema sugerido, la experiencia musical nos dice que no es suficiente con reglar un tempo dominador y, simplemente, seguirlo. Precisamos la capacidad de gestionarlo, o en palabras de Goodman, adquirir las técnicas para mantenerlo, lo que implica dos acciones muy relevantes en lo que al grupo y el ensayo se refiere: la anticipación y la reacción. La primera de las acciones está íntimamente relacionada con la determinación de marco temporal, es decir, sobre la experiencia de una nota -de su dimensión temporal- somos capaces de anticipar la duración del resto de las integrantes del discurso musical. Así, más allá de este ejemplo, el músico profesional reajusta de forma continua su previsión de lo que ha de acontecer basándose en la información que, pulso a pulso, recibe de su o sus compañeros. Este feedback constante es un ejercicio intelectual-matemático que, si bien nos es muy común en el ámbito de los conservatorios y casi no le concedemos importancia, requiere de un entrenamiento extenso en el tiempo, además de unas determinadas capacidades base, y como toda actividad mental no innata, debe de ser desarrollada a lo largo de toda la vida académica y profesional, al menos desde la conciencia de lo importante que supone ser capaz de recoger las referencias que surgen en la interpretación del compañero y, específicamente, anticipar su siguiente sonido.
Anticipar, en los términos expresados, supone que existen una dirección determinada en la jerarquía de ejecución dentro del grupo. Todos los miembros no pueden estar despidiendo a la vez referencias generalizables, estaríamos ante una anarquía temporal que nos abocaría a la ruptura del reloj común. Esta dirección -de un solo sentido- vendría determinada por la voz predominante en cada circunstancia o, según la estructuración y motivación de la formación, desde la responsabilidad que asuma uno de los componentes que, desde su personalidad o autoridad establecida, hace las veces de director -al menos en lo que a decisiones temporales se refiere-. Especialmente en el primero de los casos, el ensayo es el espacio donde se establecen las distintas secciones y sus referencias, se prediseña la estructura de fluctuaciones y se otorga rango de punto de inflexión y reajuste del tempo a pasajes determinados. Estaríamos, en este caso, en un flujo bidireccional, donde todos los integrantes de la formación ponen en común sus realidades y pareceres. Se produce, por ende, un fenómeno de output / input, de gran relevancia en la consolidación de la interpretación global del grupo.
Pero no todo es posible estructurarlo de forma anticipada. Así, de aquello que surge en el instante, de la expresión artística más abrupta o, simplemente, del flujo natural de la imperfección humana, se deberá reaccionar. La reacción sobre lo sobrevenido o, incluso sobre aquello que si bien está determinado tiene su definición en una magnitud diferente, el músico ha de saber adaptarse sin transición. De nuevo estamos ante una capacidad de notable complejidad que debe ser entrenada. El ensayo supone un banco de pruebas donde se deben acumular el mayor número de casuísticas posibles y, por ende, experimentar reacciones positivas que recompongan la estabilidad y uniformidad del reloj común.
No obstante, son sutiles las marcas diferenciadoras entre anticipación y reacción, entre direccionalidad única y flujo bidireccional. Ser consciente de los conceptos es un paso previo que aporta solidez a las acciones propias del ensayo pero, la integración de tales se realiza en la práctica empírica.
Para completar lo concerniente a la coordinación, hablaremos de lo que se ha denominado la ilusión de sincronía.
Buscar la coordinación y la ejecución en sincronía de las partes es el objetivo, como decíamos, pero, para comprender la magnitud de la meta, habría que preguntarse acerca de la naturaleza de la sincronía y de su adecuación al género humano. En esta línea, el profesor Rudolf Rasch(3) -de la Universidad de Utrech-afirma que ejecutar las notas exactamente al mismo tiempo -sincronía en sentido estricto- sobrepasa los límites de la habilidad y la percepción humana, para él, siempre habrá pequeñas diferencias de tempo -es decir, asincronismo- entre aquello que se supone que debe estar ejecutado simultáneamente. Así, coincidiendo con las afirmaciones también realizadas al respecto por el profesor Dunsbuy (4) -Universidad de Rochester-, el arte de tocar junto radica, esencialmente, en crear la ilusión de estar perfectamente conjuntados. La sincronía se describiría, por ende, más como un aspecto de percepción por parte del espectador que una realidad propiamente dicha.
Este planteamiento viene a reforzar un posicionamiento histórico característico que subyace en la profesión musical, y no es otro que su carácter escénico. El músico, en solitario o en grupo, como un prestidigitador de los sonidos, crea una realidad ilusionada, un ambiente de texturas y dinámicas que debe envolver al espectador hacia una emoción, sea esta premeditada o sugerida al instante, lejos de la observación presumiblemente objetiva que desde la interpretación ejecutiva realiza el propio instrumentista. Tal meta escénica es, de nuevo, objeto de análisis en el ensayo.
Esta inherente asincronía no sólo es atribuible al factor humano, como comentábamos, sino que tiene relación, por añadidura, con los aspectos físicos, de organología y de la técnica instrumental que dan contexto a la interpretación musical. Aspectos medibles y de descripción científica, como la diferencia de velocidad de propagación del sonido según las características de la onda sonora, la velocidad de reacción de ataque de cada técnica instrumental, los distintos niveles de absorción en la sala de los diferentes timbres, distancia entre los intérpretes que, junto a un extensísimo etcétera de singularidades físicas del hecho musical, vienen a definir un glosario de excepcionalidades que todo intérprete debe de conocer y, en la medida de lo posible, compensar, en aras de que la ilusión de la sincronía no sea desvanecida.
Evidentemente, la búsqueda de esta compensación teórico-práctica debe basarse -o es aconsejable, al menos- en un determinado grado y nivel de acercamiento a la realidad del sonido como hecho natural sobre el que se fundamenta nuestra actividad creativa. En efecto, la acústica, como disciplina científica que engloba y aporta solución a la gran mayoría de los por qués de las técnicas de ejecución y la expansión y efectos del sonido, debe estar presente en la formación de un músico. En el actual diseño curricular de las especialidades instrumentales, su presencia ha desaparecido en su definición troncal y, en la mayoría de los conservatorios, no alcanza a ser una simple opción complementaria. Su importancia se centra en el currículum de especialidades no instrumentales, como Composición, que, muy apropiadamente, buscan en el fundamento natural del sonido las bases para crear nuevos conceptos expresivos. Pero a menudo, el intérpre instrumentista queda al margen de un conocimiento que, aplicado en el seno de una formación de cámara, por ejemplo, ahorraría interminables debates, imprecisiones y repeticiones en busca de una determinada información empírica que, sin embargo, ya quedó definida y plenamente resuelta décadas atrás, más allá, por supuesto, de comprender mejor su propio instrumento, su técnica interpretativa y estar más cerca de la vanguardia musical donde timbre o textura resultan más importantes que otras definiciones tradicionales-clásicas del sonido, a la vez que, dadas su características físicas, ejercen, a su vez, una influencia en la estabilidad de la conjunción grupal o de la precisión perceptiva del público al respecto.
Y como capítulo de cierre a este análisis sobre la búsqueda de un sincronía no humana, de difícil y compleja definición física y, sin embargo, necesaria en la percepción del oyente, cabría analizar, por aparentemente obvio que pudiera parecer, su interacción con la magnitud temporal, es decir, cómo afecta la distinta elección del reloj común a este objetivo.
En este sentido, el profesor Rasch afirma aquello que de forma empírica es consabido, pero que ahora, además, tiene su validación experimental: resulta mucho más complicado mantener la coordinación, la sincronía imaginada y la capacidad de anticipación-reacción en tempos lentos que en aquellos de gran energía dinámica y velocidad. Ello, entre otros complejos factores psicológicos y de somatognosia, apunta a la necesidad del músico de una subdivisión del pulso base. Es decir, una realidad de pulso lenta multiplica el índice y probabilidad de error, ya que el cálculo del próximo pulso se torna más impreciso al alejarse del natural biorritmo humano (pulsaciones cardíacas y psico-neuronales, por ejemplo). Por ello, de forma indendiente al carácter de la pieza, su tempo y acentuación, hayar un múltiplo del pulso que sea más ágil y veloz, tenderá a reforzar la precisión del reloj común y a estabilizar la sincronía.
Implementación de la Teoría de la Comunicación: el contacto visual
En el seno de una interpretación, los miembros han de mantener una activa comunicación que sea cauce de las diferentes acciones ejecutables que requiere la partitura en cuestión o que organice las diferentes inflexiones existentes en el discurso musical, tanto las previstas como las sobrevenidas. La idea musical, como vehículo trascendental de la expresión humana, está viva y en continua metamorfosis, fluctúa y sugiere en la medida que se combina y se crea, tan etérea como trascendental, y si bien puede responder a principios convencionales y a estructuras fruto del análisis, en su definición final, siempre es única e irrepetible, solitaria en su adecuación. Comunicarse, por consiguiente, es una prioridad que precede al entendimiento de la intención y a la capacidad de adaptarse -anticipación y reacción-.
Según las investigaciones de Clayton(5) y Goodman(6) , dentro de las dos posibles modalidades de comunicación entre los miembros de una formación mientras se interpreta -auditiva y visual-, la auditiva sería de mayor importancia y determinaría en mayor medida la ejecución. Ello se fundamentaría en la idea sencilla de que la música la oímos, no la vemos. No obstante, ambos procesos están presentes en la interpretación de conjunto y deben ser tratados en el contexto del ensayo. Veamos algunas de sus especificaciones:
A quedado expresado, con amplitud, la natural y obvia necesidad de escucharse para la mantener la coordinación entre los intérpretes. No obstante, la necesidad de prestar una atención precisa a la ejecución del compañero transgrede la mera coordinación temporal -abarcando aspectos de más complejidad conceptual, como los matices expresivos, las gradaciones dinámicas, los cambios de articulación, la fluctuaciones del timbre, color y entonación- y genera un glosario de señales, de origen multisensorial, que nos advierten acerca de lo venidero. Éstas modulan, tanto conscientemente como parasimpáticamente, nuestra ejecución en casos y circunstancias muy variadas, favoreciendo la ejecución del compañero y complementando, en sus posibles carencias o giros circunstanciales, la globalidad y validez de la ejecución común.
No cabe duda que tales circunstancias suman un cierto grado de tensión en la interpretación -una atención extra a lo imprevisible- y ha generado discrepancias entre los profesionales acerca de la importancia relativa de la planificación en los ensayos para evitar, al máximo, ésta casuística, así como un arduo debate sobre lo positivo o negativo de esta tensión del momento.
Ensayar debe de aportar, al menos, la capacidad de comprender los posibles giros que el compañero pueda tomar, aunque hay intérpretes que no gustan de una planificación metódica de los matices expresivos, ya que lo ven como una coartación de su libertad como creadores. Este planteamiento, paradójico para muchos, tiene su validación en diferentes investigaciones que han logrado demostrar que la práctica prolongada de un pasaje musical -con la consecuente metodización- reduce la habilidad para controlar la expresión del sonido durante la interpretación, tornando las ideas en fijas y más difícilmente adaptables. Así, por añadidura, la tensión ante lo imprevisto sería visto como algo positivo para la concentración y el control general del grupo. De esta línea de pensamiento es un ejemplo la profesora Caroline Palmer de la Universidad McGill de Montreal.
La estimación de las afirmaciones de McGill conducen a reflexionar acerca de lo idóneo que pudiera ser el estudio personal-individual de una obra de conjunto, ya que una profundización excesiva en la parte puede generar una interpretación demasiado estática e inflexible cara a la necesaria adaptación ulterior. Se supone, en este pensamiento, que el buen músico debe de reprimir su propia intención para favorecer la fluctuación del grupo y su idea colectiva. Pero no todos los intérpretes comparte esta afirmación, para Abram Loft, la colectivización del discurso comienza en la máxima interiorización de las partes individuales, así, recomienda a sus lectores: "desarrolla cuanto puedas tu propia idea de la pieza y su mundo particular [...] después evalúa y modifica esa concepción desde la perspectiva de las opiniones expresadas por otros músicos"(7) .
En contraposición a ello, William Peeeth (referenciado por Goodman) afirma que se debe de practicar en el contexto global, con la obra en su conjunto, alejados de las particularidades.
Tal debate puede ser, hasta cierto punto, artificial, ya que, en un sentido práctico, todo va a depender del grado de dificultad de ejecución de la obra y de las características del intérprete. Es obvio que ambos posicionamientos tienen la verdad a sus espaldas en algún punto. Será imposible formar una idea en común si cada músico no está dispuesto a ceder parte de su conceptualización de partida y, casi más importante en sentido funcional, pocas ideas globales llegarán a buen fin artístico sin una preparación previa individual adecuada. Así, la profundización alegada por Loft se torna imprescindible si hablamos de la perfección de los aspectos técnicos, de la dialéctica propia del instrumento o de la interiorización de los pasajes de ejecución virtuosa. Sólo desde este control, verdaderamente maduro, podremos afrontar un ensayo con objetivos artísticos y de escena, sin óbice de haberse reunido con anterioridad al estudio personal para enfocar y previsualizar la obra en su conjunto.
En definitiva, este debate zigzaguea por caminos intermedios entre el mismo concepto de la comunicación y el equilibrio necesario entre la idealización performativa individual y su interacción en el grupo. O en otras palabras, de cómo transmitir al compañero tu visión, convencerlo o integrarlo en tu idea, cómo dejarte invocar por su expresividad o cómo compartir, en un momento dado, un sentimiento para converirlo en un latido común. Los elementos pseudo-objetivos derivados de la rítmica, llegado a este punto, precisan de otra tipología de entendimiento, donde, insistimos, la captación y comprensión de los códigos visuales complementan y estimulan el hecho creativo-interpretativo.
El paradigma de la comunicación visual en la interpretación de conjunto la encontramos en la figura del director, quien ejerce una función que va desde la planificación temprana del proyecto musical hasta los aspectos técnicos más específicos, pasando, con atención predominante, por la responsabilidad artística e interpretativa del conjunto en un porcentaje muy elevado. En el momento de la ejecución musical, su herramienta más destacada es la visualización que, de su lenguaje corporal, realizan los músicos. Este lenguaje -un compendio de normas convencionales de códigos gestuales y un indeterminado número de expresiones espontáneas acerca de la experiencia musical en curso- comunica mucho más que un simple pulso: alcanza a proyectar una idea musical que globaliza la ejecución.
Pero la problemática expresada toma su verdadera dimensión -en torno a la vinculante e imprescindible necesidad de compartir tanto un espontáneo abrupto creativo como la maduración reflexiva de una idea-, en el caso de las formaciones de cámara sin director, donde el grupo debe de desarrollar tal código de comunicación para poder crear una verdadera relación entre las diferentes partes.
El objetivo de la comunicación visual debe ser, prioritariamente, el de compartir las intenciones musicales, generar una empatía común con el resultado que se va obteniendo y transmitir y canalizar energía escénico-artística. No obstante, no todo lo relacionado con la comunicación, en general, y la visual, en particular, está circunscrito a un ámbito de orden expresivo. Los aspectos netamente técnicos son, a la vez, claros objetos de este contacto. Así, la coordinación se verá muy reforzada si entre los miembros del grupo de diseñan una serie de gestos para fijar los tempos de inicio o las fluctuaciones venideras, así como la posible transmisión de información entre los miembros respecto a lo que se está produciendo ("demasiado rápido", "más sonido", "no tan duro", "más lejano", etc...).
Con el tiempo de trabajo en común, los grupos profesionales desarrollan una intuición acerca del lenguaje corporal de sus compañeros que perfeccionan, a tiempo real, la interpretación en curso. Este extremo viene validado por diferentes investigaciones que revelan que la retroalimentación visual contribuye significativamente a la precisión y la libertad expresiva de las interpretaciones colectivas(8) .
En contra de lo que pudiera parecer en un principio, tal comunicación, por más activa que fuese, no es un factor significativo de desconcentración, ya que los intérpretes no deben, necesariamente, de mirarse unos a otros, ya que cuentan con la visión periférica que permanece en funcionamiento de forma perpetua.
Este extremo es de especial importancia si de los que hablamos es de un grupo de estudiantes. A menudo, fruto de la natural efusividad de la juventud, se tiende a una extremada gestualización, conducente, de forma prioritaria y literalmente, a girarse para mirar o ser mirado. Ello no ayuda nada a una verdadera concentración en la interpretación -desde el punto de vista netamente técnico y de ejecución- ni tampoco aporta un significativo avance en la calidad de recepción de las señales y el contacto que se pretende. La visión periférica – o panorámica según los autores-, como decíamos, debe alcanzar al total del conjunto (en caso de formaciones muy amplias o de disposición escénica compleja, al menos a aquellos componentes de mayor relevancia para la parte en cuestión), y según ella, se dispondrán los diferentes integrantes.
Por ende, en las formaciones camerísticas, habría que ceder parte de los argumentos acústicos de proyección del sonido individual en beneficio de una mejor y mayor conectividad entre los intérpretes, así no nos resulta raro ver a cuartetos compartiendo, prácticamente, la misma baldosa del pavimento del escenario, en contraposición a la desesperante imagen de algunos dúos con piano, donde el pretendido solista avanza su posición hasta la misma linde con el aforo, dando la espalda al que, en su pensamiento, debe ser su subordinado acompañante, sin importarle lo más mínimo si el repertorio a interpretar es, o no, de cámara, realidad ésta que hasta cierto punto resulta indiferente, ya que, incluso en el caso de ser programa de solista, todo lo aquí expresado en relación a la interacción musical y la importancia artística de todas las partes, seguiría en total vigencia y, por consiguiente, persistiría la necesidad de una comunicación visual en dos direcciones, de lo que, con total seguridad, repercutiría positivamente en la interpretación.
El individualismo del intérprete
Ha quedado expresando, al menos de un modo sucinto, el frágil equilibrio entre lo estrictamente personal y lo que ha de dilucidarse en y para el conjunto, pero no cabe duda que lo individual es una parte no sólo del total sino de lo particular de cada grupo, es decir, no nos encontramos ante la simple suma de unos intercambiables factores, sino que cada factor es un argumento propio, que cuenta con su atractivo independiente, que si bien interacciona, ejerce su efecto directo y determinante sobre el público.
En su fusión grupal, las partes se transforman según su función pero, aún así, son trasmisoras de la identidad creativa del intérprete. Observamos este hecho con especial relevancia en grupos donde no se doblan familias instrumentales, donde a la realidad personal, se suma la distancia en la organología. Así, el choque de timbres y posibilidades articulatorias o las diferentes características y visiones de ejecución sobre un mismo elemento del discurso musical, pueden llegar a dibujar una amalgama ecléctica que, justo en su aparente falta de unidad, pueden alcanzar una fuerza de transmisión expresiva notablemente más poderosa.
El profesor Mitch Waterman(9) investigó acerca de las relaciones emocionales de los intérpretes de una misma formación, observando que cada intérprete tenía respuestas emocionales diferentes ante la pieza que estaban ensayando. Entre otras conclusiones, destacó que los miembros de un grupo musical no coinciden en los momentos emotivos dentro de una interpretación de conjunto, en otras palabras, alcanzan a una comprensión abstracta de la obra de carácter diferenciado. Por ello, se describe un marco posible donde no resulta imprescindible tener las mismas ideas y donde las diferentes visiones y personalidades queden en claro discernimiento. Esta línea de pensamiento no entra en conflicto -necesariamente- con las afirmaciones de Goodman (Londres, 2000), quien sostiene que sólo en presencia de puntos de conflicto, los intérpretes suelen consensuar una idea predominante común, concilian los elementos expresivos y tienden a experimentar el pasaje con una notable unidad conceptual.
Cabe destacar, en el centro de la problemática entre visión individual o visión de conjunto, que la tradición ha menospreciado de forma notable la labor del intérprete en aras de una perspectiva globalizadora -en el mejor de los casos- y, en la mayor de las veces, condenando al ostracismo la praxis frente a la concepción compositiva. Ello se ha debido a diferentes factores, pero quizás el más importante podría haber sido que durante siglos, el intérprete dotado con talento y de proyección interpretativa era, por definición, solista. Las labores de conjunto quedaban en manos de un perfil de intérprete menos agudo, por lo que las formaciones de cámara de calidad eran el resultado de la suma y el esfuerzo colectivo de años de trabajo en común y dentro de una abnegación laboral que, minusvalorado por muchos, era calificada a menudo en términos cercanos a lo peyorativo, como jornaleros de la música alejados de cualquier función creativa. No obstante, desde hace décadas, los intérpretes mejor formados técnicamente y los mejor preparados en la riqueza de las ciencias musicales, han desarrollado su labor profesional en el ámbito de las formaciones de conjunto, revelando un mundo de alta catadura artística y de finos matices creativos.
Siempre hay algo de solista en cada intérprete de conjunto, y ello es imprescindible por cuanto cada miembro debe de haber experimentado, en su propia parte, el mayor desarrollo posible de su expresividad, es decir, interiorizar el global de la obra en el microcosmos de su línea individual. Debe de haber reflejado, sin equívocos, su idea de la obra y lo emotivo de su abstracción subjetiva, sin óbice de la necesaria interacción y del flujo enriquecedor con sus compañeros.
La idea global, en consecuencia, no necesariamente ha de significar la anulación de las visiones particulares y, gracias a ello, el espectador puede experimentar un registro amplio de estímulos que hacen, de la experiencia musical, una realidad artísticamente rica.
La socialización del colectivo: una problemática de liderazgo y equilibrios
Una formación musical es, a escala, una microsociedad donde se generan -más allá de las realidades artísticas- una serie de patrones y perfiles de comportamiento que pueden ser observados en tantos grupos sociales como se pretenda. Por encima de todo, las relaciones emocionales y profesionales se rigen por dinámicas que bien poco tienen que ver con la música o el arte. No obstante, desde el contexto dado, donde la línea divisoria entre lo íntimo-personal y lo artístico-profesional es tan sumamente delgada y, según los casos, tan volátil y cambiante, las relaciones humanas terminan por ser parte inherente del resultado artístico, sea cual sea el signo de éstas, a modo de reflejo.
Desde esta perspectiva, la mayor parte de los investigadores de la materia han tratado el tema a partir de la observación de grupos profesionales, es decir, en los que el componente empresarial estaba presente. No olvidemos que la música, arte y vocación en origen, es una profesión. Así, todas las investigaciones que describen cómo las formaciones camerísticas que perviven en el tiempo han superado las notables problemáticas del equilibrio personal -que se desprenden, a su vez, del intenso contacto que supone la ya citada interacción artística y, no olvidemos, también laboral-, coinciden en una conclusión: existía o un marcado liderazgo personal o, en su ausencia -y de forma minoritaria- tal función la suplía una circunstancia o motivación ineludible para la totalidad del conjunto.
La presencia de un líder, desde cualquiera de sus orígenes posibles (autoridad artística, jerarquía establecida, responsabilidades contractuales, etc...) ofrecía una línea de responsabilidad-acción que, a modo de arbotante social, descargaba las tensiones y las redistribuía entre los diferentes miembros y sus acciones, sin excluir en esta descripción que tal realidad se ejerciera dentro de principios democráticos y de participación y colaboración leal y responsable -aunque no era, según lo observado, una condición necesaria-. Tales factores relacionados con el talante del líder sí tenían, en los casos que se producían en sentido afirmativo, un efecto positivo en el resultado artístico del grupo, ya que los miembros estaban identificados con el resultado en una mayor magnitud y se entregaban al proyecto sin reservas ni reticencias.
Dado que el presente trabajo tiene su principal ámbito de difusión en el espacio académico, no veo conveniente haber citado este concepto sin realizar una apreciación que creo importante matizar: tal liderazgo -de considerarse que, dentro del aula y del proceso de enseñanza-aprendizaje específico de los estudiantes en cuestión, deba de tomar presencia, realidad que no niego en absoluto, más allá de tomar consciencia de el cuándo y el cómo- debe recaer en la figura del profesor, ya que otras opciones pudieran desembocar en situaciones de asignación de roles que no siempre conducen a una formación equitativa, sin menos cabo de que, con el citado liderazgo establecido en el profesor, se entrenen o se implementen metodologías de acción en las que se aborde el liderazgo desde el punto de vista de las herramientas técnicas y de procedimiento a emplear, siempre y cuando todos los integrantes del aula tomen contacto con tales actividades, sin que con ello podamos ni queramos afirmar que la capacidad para liderar un determinado grupo o proyecto artístico no requiera de una serie de características personales, que, por otro lado, no todos los estudiantes tienen por qué contarlas en igual mensura.
De cualquier forma, y volviendo a la cuestión, la conclusión del liderazgo se alcanza, generalmente, como vía de optimización de medios, no como situación ideal y destinada al mejor alcance artístico-creativo posible, en otras palabras, deben su estructura a los procesos de socialización que engloban la realidad grupal o, sencillamente, a factores de funcionalidad: la aparición de una jerarquía es una vía que facilita el día a día profesional y que descarga el devenir cotidiano de una formación en distintos niveles de responsabilidades y competencias. Habría, pues, que desmitificar el estándar de que el líder es la estrella artística de la formación. Es posible que coincidan ambos roles, quizás, pero no es necesario, y de hecho, no abunda. Esta dualidad ha llevado a la desaparición a muchas formaciones que no han sabido o podido equilibrar ambas fuerzas dominantes.
No obstante, para llegar a este grado, hay que aprender a ser líder y a ser liderado, constituyendo la etapa de formación un espacio apropiado para trabajar sobre la idealidad basada en una formación donde la interacción alcance su máximo nivel y profundice hasta un debate de ideas y argumentos que obligue al conjunto a una superación personal y, como realidad colateral, del conjunto.
Así, un grupo se desarrollará mientras "cada individuo sienta que está contribuyendo a su máxima capacidad artística y al mismo tiempo colaborando con sus colegas para producir algo más hermoso de lo que se puede producir individualmente"(10) .
Esta línea de pensamiento está recogida del deporte, donde se hace énfasis específico en los conceptos de sinergia -donde el potencial del conjunto es mayor que la suma de los potenciales individuales de sus componentes- y confluencia -la sensación de pertenecer a un equipo-. Ambas actitudes pueden ser potenciadas, a su vez, por el deseo de los músicos por generar un mismo espíritu cuando tocan, acción y realidad ésta que suele estar ligada más a movimientos artísticos definidos o a grupos con un nexo artístico o personal definido a priori.
En el aula no caben actitudes que no estén orientadas a la creación de lazos de colaboración, tolerancia de las opciones y pensamientos ajenos, a la conjugación de las diferentes sensibilidades y al convencimiento que el resultado final debe basarse en una razonable satisfacción(11) de todos los integrantes del conjunto. Sin dejar de lado que toda sociedad precisa de la figura del líder, éste debe de estar formado en el más absoluto espíritu democrático, no tan sólo como una cuestión de forma sino en su fondo y en su praxis efectiva.
Reflexiones finales
El concepto de interacción va a definir la tipología de trabajo más compleja y dificultad a la que un estudiante de música deba enfrentarse: ceder y estimular, saber aportar y saber hacer hueco en su propia trama conceptual a las aportaciones de los demás. Tales principios, así como todo lo descrito en los epígrafes y apartados anteriores, convierten a las asignaturas prácticas de conjunto de la educación musical en un valor didáctico y pedagógico de primera magnitud, un referente trasversal para la vida de los estudiantes que tiene su reflejo en su actitud fuera del ámbito musical y que bien valdrían como metáforas de la propia sociedad en un ideal de integración, de sinergia y confluencia, de consecución de metas que de forma individual resultan utopía.
En palabras de Herbert Le Porrier(12) , “se necesitan, según los casos, entre setenta y ochenta y cinco piezas distintas de madera para plasmar un violín [...] cada fragmento ha de considerarse un objeto acabado y parte infinita de un todo”. Así es una formación musical, un sólo instrumento formado por un amplio número de elementos, algunos humanos y otros no, algunos podenrables y otros no. Todos son un universo en sí mismos, pero más allá de su porcentaje sobre el conjunto, su aportación es incalculable, inestimable e imprescindible. No conoceríamos al verdadero todo sin la participación del elemento más mínimo.
Todo un reto para la educación y un motivo de análisis hacia un futuro marcado por la perspectiva de posibles cambios profundos en los planes de estudio dentro de las Enseñanzas Artísticas Superiores. Fomentar una verdadera didáctica que impregne de estos valores y herramientas a nuestros profesionales del mañana garantizará mejores formaciones musicales que conllevarán proyectos artísticos más complejos y ambiciosos, y por ende, más y mejor música.
1. GOODMAN, E., “La interpretación en grupo” en La interpretación musical (Editor John Rink), Alianza Música, Madrid, 2006, págs. 183-198.
2. R.A.E., Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, consultado en http://www.rae.es en Enero de 2008.
3. RASCH, R. A., "Timing and synchronisation in ensemble performance" en Generative Process in Music: The Psychology of Performance, (Editor J. A. Sloboda), Clarendon Press, Oxford, 1980, págs. 70-90.
4. DUNSBUY, J., Performing Music: Shared Concersns, Clarendon Press, Oxford, 1995.
5. CLAYTON, A., Coordination between players in musical performance, Tesis Doctoral, Universidad de Edimburgo, 1995.
6. GOODMAN, E. C., Analysing the ensemble in music rehearsal and performance: the nature and effects on interaction in cello-piano duos, Tesis Doctoral, Universidad de Londres, 2000.
7. LOFT, A., Ensemble! A Rehearsal Guide to Thirty Great Works of Chamber Music, Portland, Oregón, Amadeus Press, 1992, pág. 17.
8. APPLETON, L. J., WINDSOR, W. L. y CLARKE, E., "Cooperation in piano duet performance" en Proceedings of the Third Triennial European Society for the Cognitive Sciences of Music Conference, A. Gabrielsson (Editor), Universidad de Uppsala, págs. 471-474.
9. WATERMAN, M., "Emotional responses to music: implicit and explicit effects in listeners and performers", Psychology of Music, Número 24, 1996.
10. HARVEY-JONES, J., All Together Now, Heinemann, Londres, 1994.
11. Queda dentro del capítulo de lo obvio no aspirar a la máxima y plena satisfacción de la totalidad -sin renunciar a ella como ideal- ya que sería un objetivo altamente insólito y que contraviene todo lo expresado en relación a la interacción.
12. LE PORRIER, H., El violín de Cremona, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1981, página 22.